Camilo Zamora, el bailarín caleño que abre el Salsódromo en la Feria de Cali y que ha sido invitado, por segundo año consecutivo, al Sambódromo en el Carnaval de Río, cuenta que sus medidas son desproporcionadas para lo que hace. Y que, por eso, no la tuvo fácil para abrirse camino en el medio artístico.
“No tengo la talla normal de un bailarín, ni la estatura, peso 100 kilos, mido 1,96 metros, calzo 43/44, soy ‘rodillijunto’. El tener 1,18 solo de pierna es como la mitad o más de la mitad del cuerpo normal de alguien”, dice Zamora. Él y Kanú, un colega suyo de Pioneros del Ritmo, son los bailarines más altos de Cali.
“No es fácil ser tan grande y poder bailar, por la coordinación, por la velocidad, por tantas cosas”, asegura con su marcado acento caleño. “No es fácil vencer esa regla, crear un estilo, irse por un camino y destacarse teniendo tantas cosas en tu contra”, repite quien en un comienzo quiso hacer ballet clásico.
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“Descubrí que no servía para eso, porque mis huesos crecían agigantadamente, en comparación con los chicos normales de mi edad. Les llevaba una cabeza en estatura". Yo parecía de 13 y tenía 8. Pero con ese optimismo y empuje heredado de sus ancestros, dijo: ‘Si no es ballet, es folclor’.
Zamora nació en Cali hace 32 años. Su papá biológico murió cuando Camilo tenía 59 días de nacido. “Mi mamá quedó viuda recién casada y se casó de nuevo ¡con un amigo de mi papá!”, dice y muestra sus dos largas hileras de dientes blancos. “Él ha sido mi papá a lo largo de mi vida, al que adoro y me adora”, cuenta quien tuvo seis abuelos.
Es el del medio entre dos hermanas. Vivió en el barrio Siete de Agosto, pero la mayor parte de su infancia transcurrió en Jamundí, en el barrio Popular. Su familia paterna es de Robles. Su mamá lo inscribió a los 8 años en la Casa de la Cultura en Jamundí y al cumplir la mayoría de edad se fue a vivir solo a Cali.
Su habilidad no estaba solo en sus pies, sus manos danzaban ágiles en las carteleras del colegio, en los vestidos que creaba para los reinados infantiles, por petición de las mamás de sus compañeras.
“Terminábamos ganando al mejor vestido o la que vestíamos quedaba de reina”. Por eso hizo la carrera de Diseño de Modas y se especializó en vestuario para espectáculo, en la Academia de Dibujo Profesional y en el Instituto Popular de Artes, en Rosario, Argentina. Incluso se fue a Miami, donde vivían su tía y su abuela, a realizar talleres de diseño de trajes de una sola puesta.
Allí quedó encantado con la rueda de casino cubana, un baile en círculo, en el que se intercambian las parejas. “Me encantó el estilo, porque yo soy más cadencia que velocidad y este baile tiene más que ver con el sabor corporal que con ser ágil”. Ya en Colombia se encontró con un primo que le dijo que ese baile lo enseñaban en una escuela de Cali, en Rucafé, que ensayaba en el Teatro Jorge Isaacs. Y como todo en la vida de Camilo, como si fuera cosa divina, se encontró a un excompañera de trabajo de su mamá.
Cuenta que llegó de Estados Unidos pesando 148 kilos cuando tenía tan solo 18 años. “Nadie daba un peso por mí. Empecé de cero, como a todo el que llega a Rucafé y le rompen los cartones. Hice curso de principiante y dieta. El director, Carlos Fernando Trujillo, me invitó a asistir a los ensayos de los bailarines representativos de la compañía, a ver cómo me iba”. No fue fácil: “Era el que menos condiciones tenía en el grupo, el más grande, al que menos pareja podían encontrarle, estaba gordo. Cuando me gradué, había bajado bastante”.
Bailó durante diez años con Rucafé, también hizo giras con Raíces de Colombia. Y hasta hubo una época en la que modeló. “Hice pasarela. Estuve en un extremo de la delgadez, casi al punto de la anorexia, y me vi enfermo. Comía galletas, lechuga, papaya, agua, no más. Me veía huesudo. Y dije: ‘Lo mío es el baile’”.
Y así, como otra bendición, conoció Delirio, con quienes ha trabajado desde hace diez años. No empezó como bailarín, era ayudante en IPB Comunicaciones. Atendía mesas, decoraba, era todero. Después vino el baile. “Empezaron a notarme como artista y ahora tengo camerino solo, hago personajes y audiciono a los principales”.
Se siente un bendecido por Dios. Delirio le dio la oportunidad de bailar, de mostrar sus diseños y ahora crea el vestuario del espectáculo. Además da clases de expresión corporal y danza en el Colegio Alas.
Se podría decir que él es ‘El Negro grande de Cali’ porque además es sobrino-nieto de ‘La Negra grande de Colombia’, quien es hermana de su abuela Laura. “Crecí viéndola en televisión, en novelas, en conciertos, como una estrella inalcanzable. Preguntaba por ella y estaba en Rusia, en China, en Alemania. Y cuando ella iba de visita a Robles llegaban los periodistas y se la llevaban. Ahora nuestra relación mejoró”.
Su abuela paterna no canta profesionalmente, pero también lo hace muy bien. Camilo no canta pero encanta. Él sacó más bien ese don de su abuela materna, “verla siempre tan bien maquillada y peinada, vestida acorde con las tendencias y amante de las pelucas de todos los colores, me producía admiración”.
Es ella quien le cose los vestidos, se los lava, se los plancha, les repone las piedras que se le caen, les corta el hilito que les sobra, para ella es todo un privilegio. Es más, desde que él está en el Salsódromo, en su casa los 24 de diciembre todos se acuestan temprano, porque madrugan para celebrar la Navidad en el desfile. “Allá comen, se toman los traguitos, festejan”.
“La emoción que me da abrir el Salsódromo es tan grande, que se me duermen las piernas de la emoción y me erizo. Imagínate en el Sambódromo de Río, que es un Salsódromo multiplicado por 20. Lloré cuando empezó el desfile y sonaron las primeras batucadas, los juegos pirotécnicos y se escuchan súper fuerte las voces de la gente cantando la samba, porque a todos les entregan cartillas para que canten las de cada escuela”.
Aunque su familia no lo pudo acompañar a Río, sí lo hizo un amigo suyo que tenía toda la fe en que Camilo repetiría en el Carnaval. Y así fue. El caleño se ganó por segundo año consecutivo un lugar privilegiado en el Sambódromo, donde desfiló el 24 de febrero con la escuela Impero da Tiyuca en la carroza ‘O sagrado ajapa do xango’, un tributo a la religiosidad yoruba, y hoy, desfila con Vila Isabel en el ala ‘Axe’, en el homenaje al músico Carlinhos Brown. Y acompañará mañana a Estación Primera de Mangueira, escuela con la que participó (y ganaron) el año pasado, como una suerte de socio-ayudante.
“Subirme en una carroza, un honor que en Brasil se consigue después de muchos años de trabajo, cosa que no he hecho en Cali (como abanderado siempre desfilo a piso, que me encanta), es un privilegio”.
Un honor que se ganó con su personalidad arrolladora, por la que hizo muchos amigos en Río desde el año pasado, cuando lo invitaron a través de Corfecali.
“Traté de ser lo más entrador posible para que se dieran cuenta de que era colombiano, porque si me quedaba callado no me recordaría nadie allá. Luché duro en el ensayo, me desbaraté bailando para que el coreógrafo que dirigía mi ala me notara y me pusiera en un lugar privilegiado. Fue genial, sin ser brasilero, siendo un foráneo, quedé en la primera fila de mi comparsa”.
Comunicarse no es obstáculo. Entiende fácil portugués y se hace entender en inglés o por señas. “Cada escuela tiene dos horas y media para desfilar por el Marquês de Sapucaí. Desfila una escuela, se cierra el Marquês y se abre para la siguiente. El desfile de allá es más corto que el Salsódromo, tiene 800 metros, pero no se para de bailar y transcurre lento; es agotador, pero es increíble la energía que se siente cuando miles y miles de personas que uno ve como puntitos bailan, gritan o corean la samba enredo de cada escuela”.
En las ‘arquibrancadas’ (tribunas), Camilo no suele ver colombianos, más bien argentinos, estadounidenses, europeos. Su amigo debió ondear la tricolor nacional para que lo identificara en medio de miles y miles de punticos negros que forman el multitudinario público.
Él domina muchos ritmos, su favorito es la salsa cubana; baila timba, folclor afro pacífico, atlántico, africano, brasilero, salsa, está haciendo folclor yoruba y disfruta de la versatilidad de la salsa choke. No soporta el reguetón y el tango no se le da: “Con las veces que he ido a Argentina me aburre bailarlo, me siento torpe, grandísimo”.
A él tampoco hay quien le lleve el paso en su vida. “Para el amor no tengo tanto tiempo. El tiempo es para ensayar, para viajar, diseño de noche y no contesto celular, no veo redes sociales, amanece y se me olvida el resto del mundo. Y la gente se aburre de ese ritmo”.
Pese a que baila como los dioses, no rumbea, prefiere salir a charlar con amigos. “Los bailarines somos exhibicionistas por naturaleza y cuando terminás de bailar, la gente te aplaude y eso me da pena. No salimos a dar show. El show es el show y la rumba es la rumba”.