Son algo menos de las siete de la mañana del domingo 2 de julio. El día anterior había regresado de la clínica Mayo en donde recibió terapias de electrochoques luego de su tercer intento de suicidio en menos de un año. Ese día, también, mientras cenaba en un restaurante, le dijo a su esposa que los meseros eran agentes del FBI contratados para seguirlo.
Se levanta. Se viste con la que llama 'la bata del emperador', desciende las escaleras en silencio para no despertar a la mujer y llega hasta el cuarto en el que tiene sus armas.
Son muchas, quizá más de 20: pistolas, rifles, escopetas, cada una de ellas portadora de un fragmento de la historia de su dueño, tardes de caza, de pesca, de disparos en bosques venecianos o desérticas explanadas africanas. Elige una de ellas, acaso la misma con que la que se retrató años antes junto un leopardo en el África, la Boss calibre doce de doble cañón.
Regresa, sube las escaleras y se sienta en la sala de su casa en Ketchum, Idaho, allí mismo en donde meses antes había estado escribiendo su última obra, ‘A moveable feast’. Luego el movimiento es nimio, casi trivial y sin embargo irrevocable: presiona el gatillo después de haber puesto el cañón en su boca.
Durante algunas semanas los diarios desconfiarían de las palabras de Mary Welsh, su esposa, que insistía en que se había tratado de un accidente mientras limpiaba el arma. La policía no encontró elementos de limpieza. Poco tiempo después fue imposible ocultarlo: Ernest Miller Hemingway, el hombre que sobrevivió a tres guerras –participó en la I Guerra Mundial en el frente italiano y cubrió como periodista la II Guerra Mundial y la Guerra Civil de España-; el hombre que se jactaba de pescar sin ayuda de nadie 'marlins' más grandes que él y de cazar leones en el África; la personalidad literaria más fascinante del siglo XX, se había suicidado aquella mañana del domingo 2 de julio de 1961.
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Cinco días después, el 9 de julio de 1961, Gabriel García Márquez escribió en una columna para una revista mexicana: “Hemingway no parecía pertenecer a la raza de los hombres que se suicidan. En sus cuentos y novelas, el suicidio era una cobardía, y sus personajes eran heroicos solamente en función de su temeridad y su valor físico”.
A primera vista el suicidio de Hemingway era una especie de contradicción.
De algún modo podría ser verosímil un suicidio en Kafka, Dostoyevski o Nietzche o, para ser un poco más cercanos, en Norman Mailer o Scott Fitzgerald. Pero no en Hemingway: no en esa personalidad portentosa que se había encargado de erigir un mito más allá de la literatura, el mito de un hombre que se enfrascaba en estruendosas peleas en medio de borracheras y resistía las lluvias de las balas del franquismo español y sobrevivía al desembarco en Normandía.
No en él.
Sin embargo, con el pasar de los años, la imagen de aquel hombre duro como un mármol empezó a agrietarse: poco a poco comenzaron a conocerse los testimonios de sus enfermedades mentales, de sus miedos profundos, de sus traumas de infancia y de sus inclinaciones al suicidio.
En 2006, 45 años después de su muerte, el psiquiatra Christopher D. Martin, miembro del Departamento de Psiquiatría de la escuela de medicina de Baylor College en Houston, Texas, publicó el ensayo 'Ernest Hemingway: A Psychological Autopsy of a Suicide', un trabajo basado en varias de las biografías del escritor y en un cúmulo de cartas que había escrito a varios de sus amigos.
Según el médico, las causas del suicidio de Hemingway, y también de su vida desenfrenada y de su esfuerzo por construir su imagen de rudeza y exacerbada masculinidad, residían, aunque de modo parcial, en su infancia. De acuerdo con el psiquiatra, lo primero que es necesario entender para comprender la muerte del autor de 'El viejo y el mar', era la relación que había establecido con sus padres. Por un lado estaba su madre, que había creado una confusión de identidad en él pues solía vestirlo como mujer, tratarlo como mujer y quien, de hecho, lo llamaba cariñosamente 'Dutch Dolly', algo como 'muñequita holandesa'.
Por otro lado, su padre era un hombre mentalmente inestable, irritable, que padecía ataques de depresión y que, además, solía golpearlo fuertemente en muchas ocasiones sin razón alguna. “Desde su temprana infancia acumuló resentimiento contra el padre que lo golpeaba cruelmente y contra la madre que le había entregado mensajes confusos sobre su identidad. El resultado pudo haber desembocado en una fachada defensiva de hipermasculinidad y autosuficiencia”, escribió Martin.
Hemingway también, razona el psiquiatra, era heredero de una serie de desórdenes mentales entre los que se contaba el trastorno bipolar y las tendencias depresivas, que de algún modo lo llevaron a desarrollar dependencia por el alcohol, sumados a traumas cerebrales por varios golpes y al desarrollo de una personalidad narcisista en exceso.
Tales condiciones, en el caso de Hemingway, eran mucho más graves si se tenía en cuenta que su padre, Clarence Edmonds Hemingway, se había suicidado en diciembre de 1928 –cuando el escritor tenía 29 años– disparándose en la cabeza.
“La familia de Hemingway tenía una larga historia de trastorno afectivo y otros desórdenes relativos al suicidio que precedieron el nacimiento de Ernest. Se suicidaron al menos tres hermanos de su generación y se presentaron suicidios en las dos generaciones siguientes”, escribe Martin haciendo referencia a los suicidios de Ursula, Leicester y Marcelline, tres de sus hermanos, y de Margaux Hemingway, la hija de su hijo mayor, Jack.
Según sus biógrafos y los testimonios de algunos de sus amigos como el escritor Jhon Dos Passos y la periodista Lillian Ross - quien publicó en 1950 una crónica en The New Yorker que describe los estados de ánimo de Hemingway- el novelista era un hombre que pasaba de la alegría a una profunda melancolía con facilidad y que tenía fuertes explosiones de irritabilidad, incluso con quienes más quería. “El péndulo en su sistema nervioso oscilaba periódicamente entre la megalomanía y la melancolía”, escribió Carlos Baker, su más famoso biógrafo.
Hemingway tuvo varios traumas craneoencefálicos, uno de ellos en un accidente en 1944 con el fotógrafo Robert Capa - cubriendo como periodista la II Guerra Mundial- que requirió 57 puntos de sutura; otro en un doble accidente de avión en Nairobi, en el que intentó salir de la aeronave en llamas golpeando la ventana con la cabeza y fracturándose el cráneo al punto de que el líquido cefalorraquídeo corrió por uno de sus oídos.
Esos traumas, mezclados con el abuso constante del alcohol y con un sentimiento de culpa por la muerte de su padre, además de un odio cada vez más fuerte contra la figura de su madre -a quien en una carta escrita a Jhon Dos Passos trata de “bitch”-, todas esas circunstancias, de algún modo se habían convertido en una especie de laberinto para Hemingway en el que la idea de la muerte y el suicidio eran una obsesión.
“Su correspondencia personal revela una fuerte obsesión con el suicidio. En 1923 escribió a Gertrude Stein: ‘Por primera vez entiendo cómo un hombre puede cometer suicidio solo por tener tantas cosas con las que debe cumplir que no sabe por dónde empezar’. 12 años después Hemingway le escribió a Archibald MacLeish: ‘A mí me gusta mucho la vida, tanto que será un gran disgusto cuando tenga que dispararme a mí mismo’”, según se lee en el ensayo del psiquiatra.
En 1954 el escritor le envía a Ava Gardner una carta que tremendamente esclarecedora en la que dice: “Aunque no soy un creyente de los análisis, creo que gasto todo este infierno de tiempo matando animales y pescando 'marlins' para de ese modo no matarme a mí mismo”.
La muerte de los animales que cazaba y su constante sometimiento a aventuras que podrían costarle la vida pero que afirmaban y profundizaban su implacable masculinidad fueron, de algún modo, los mecanismos por los cuales pudo aferrarse a la vida.
Algún día, por supuesto, tendrían que fallar.
Como es evidente, fue también la literatura su tabla de salvación. El propio Martin lo sostiene en su ensayo diciendo: “La obra de Hemingway puede ser vista como un mecanismo de defensa para luchar con sus dolorosos estados de ánimo y sus impulsos suicidas. Hemingway pudo haber escrito ciertas historias con el objetivo de aliviar el dolor que la vida le causaba. En 'Adiós a las armas' (1929), él cuenta la historia de Frederick Henry, un joven americano que es herido en la I Guerra Mundial mientras servía en el frente italiano y luego se enamora de una enfermera. En la vida real Hemingway se enamora de aquella enfermera cuando es herido en Italia pero ella se niega a casarse con él. En la novela, ambos consuman su amor pero ella muere durante el parto de su hijo. Contar la historia de esas heridas y hacer cambios ficticios pudo haber servido como defensa para el autor”.
El uso de la escritura como mecanismo de defensa es sugerido incluso por él mismo en una respuesta al artículo de Scott Fitzgerald, 'The Crack Up', en el que el autor habla de su lucha contra la depresión. Hemingway pensaba que Fitzgerald debía darse cuenta de que “el trabajo era lo único que lo salvaría, trabajo honesto con ficción honesta”.
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Y su obra más conocida, esa misma de la que Faulkner –su mayor contendiente literario y el único escritor de su generación que ha sido juzgado superior a él– dijo que el tiempo habría de mostrar que era “la mejor composición de cualquiera de nosotros, quiero decir, de sus y de mis contemporáneos”, ‘El viejo y el mar’, fue la culminación de sus intentos por salvarse con la literatura.
Aquel hombre empobrecido que no ha podido pescar por 84 días, que no tiene una cama para dormir ni un plato que comer y que ha salido en su barco a cazar el pez más hermoso y grande y noble que pudo conocer, aquel hombre, podría decirse, es él, es el mismo Hemingway.
‘El viejo y el mar’ es la imagen de lo que él quiso hacer con su vida: enfrentarse con toda su fragilidad al mundo, a la existencia, a ese pez fuerte y púrpura que es su vida, y atraparlo y luchar con él, sabiendo que es su hermano, pero que debe asesinarlo, que debe ser superior a él.
Aquello fue lo que quiso hacer con su vida y lo que hizo, hasta el fin, cuando ya no pudo escribir más y su cuerpo y su cerebro se derrumbaron ante la enfermedad, cuando los tiburones se llevaron ese espléndido 'marlin' que él había atrapado. Así lo hizo, se mantuvo atado a aquel animal que arrastró su pequeño barco y lo extravió en el océano hasta el último momento, hasta esa mañana del 2 de julio de 1961, cuando supo que no podía escribir más porque le fallaba la memoria y no encontraba las palabras, cuando el delirio de persecución se exacerbó en extremo y la droga que le dieron en la Clínica Mayo agravó sus crisis depresivas; aquella mañana en que tomó la querida Boss calibre doce que llevaba a su jornadas de cacería, la cargó, subió a la sala de su casa e hizo retumbar el disparo por el mundo entero.
Esa obra fue su último triunfo y también la materialización de aquella sentencia inolvidable del final de ese, su último gran libro: “El hombre no está hecho para la derrota -se dijo el viejo pescador en medio de la lucha-. El hombre puede ser destruido, pero no derrotado”.