Colombia tiene uno de los más altos índices de niños involucrados en el conflicto. Se calcula que más de 15 mil hacen parte de grupos armados.

María, la llamaremos María. María recuerda: en agosto de 2013 un grupo de guerrilleros del Sexto Frente de las Farc llegó hasta su casa, una finca cercana al poblado de Inzá, en el Cauca, la amenazaron y le dijeron que se llevarían a Alex. El niño tenía, entonces, 8 años. Amaba jugar a la pelota, también a las canicas y al trompo. María lloró, intentó enfrentarse a los guerrilleros. Le apuntaron, mientras Alex también lloraba. Los guerrilleros cargaron con él y desaparecieron. María lo supo momentos después: al menos otros cinco niños de los alrededores de su casa desaparecieron con los guerrilleros. Recuerda que las madres y los padres y los hermanos, los abuelos y las abuelas se reunieron, secándose las lágrimas, algunos con las manos sobre la cabeza en un gesto de desesperación. Se llevaron a nuestros niños, dijeron. María tuvo la valentía de ir hasta una base del Ejército a informarle los soldados. Le dijeron que iban a hacer lo posible por rescatarlos. Los dos años siguientes, María pudo acostumbrarse a no llorar todos los días. Tenía ocasiones en que podía pasar hasta dos días sin llorar, cuenta. *** Alex, lo llamaremos Alex Cuando llegó al campamento de los guerrilleros tenía las lágrimas resecas y terrosas sobre el rostro. Y la primera noche lloró hasta el cansancio, hasta que el sueño lo venció. Y tuvo mucho miedo y sintió por primera vez la más absoluta de las soledades que cualquier hombre, cualquier niño, puede llegar a padecer. ¿Y mi mamá? ¿Dónde estaba? ¿Cuándo la volveré a ver? ¿Y mi casa, mis hermanos? ¿Y ellos, quiénes son?Al día siguiente descubrió que con él habían muchos de los niños que conocía en su finca, en la vereda en la que vivía. Y empezó todo: la mala comida, trotar, los ejercicios físicos. El niño, 8 años, menos de un metro cincuenta de estatura, con unas botas brutales y tratando de manejar un fusil que por poco lo superaba en peso. Pero para Alex era imposible manejar el fusil. Tampoco podía disparar una pistola porque no tenía la fuerza suficiente para controlar el retroceso. Así que, junto a otros chicos de su edad, lo entrenaron para ser un informante de las Farc. Su tarea consistía en llegar a la cabecera del municipio de Inzá, Cauca, e informar sobre los movimientos de los soldados y los policías en sus bases. Debía llamar desde un celular cada hora al comandante, alias Duber Chiquito, y entregarle un reporte. Entre los meses de octubre y diciembre de 2013, él junto a otros cinco chicos, le entregaron a ‘Duber Chiquito’ la información necesaria para la ejecución del atentado contra la estación de Policía de Inzá, el 7 de diciembre de 2013. El atentado, un carrobomba que estalló en la madrugada de ese sábado, terminó con la vida de nueve personas, entre ellas cinco militares y un policía, y dejó a otras 40 heridas. Alex no supo muy bien qué había pasado. En los días siguientes al atentado no volvió al pueblo. Siguió en el campamento, caminando en las noches para evitar a los soldados, corriendo, de nuevo los ejercicios físicos, los intentos para que aprendiera a manejar el fusil. De cuando en cuando se le permitía jugar de nuevo a la pelota. Igual, ya no le importaba. Para agosto de 2014, los guerrilleros enviaron de nuevo a Alex al pueblo para planear un segundo atentado. Un día, Alex se acercó demasiado a la estación de Policía y se percató de que los uniformados lo observaban fijamente. Así que echó a correr. Los policías sospecharon, lo alcanzaron. Alex lloró de nuevo, otra vez, les pidió que no lo mataran, que a él lo estaban obligando, que él no quería hacer nada de eso, que él quería volver con María, su madre...Ese día, Alex empezó a ser parte de las estadísticas, de las cifras devastadoras que se acumulan cada año en este país: pasó a ser parte de los 5.708 niños desvinculados del conflicto entre 1.999 y 2014. Pasó a ser parte de los más de 20 mil niños que se calcula han sido reclutado por las Farc, el ELN, los paramilitares o las bandas criminales. El sufrimiento en números En su último libro, Martín Caparrós dijo que los números sirven para enfriar las realidades, para volverlas abstractas, para curarlas de cualquier emoción. Pero también permiten comprender sus magnitudes. La Defensoría del Pueblo y el Icbf, calculan que actualmente podrían haber entre 15 mil y 18 mil niños haciendo parte del conflicto armado. Imagine que el Estadio Pascual Guerrero está a medio llenar. Imagine que todas las personas que están son niños y luego, imagínelos vestidos de botas, con pantalones militares y alzando fusiles.Así se puede tener una idea. Ahora bien, estudios independientes calculan que en los últimos 15 años más de 30 mil niños pudieron haber hecho parte activa del conflicto armado. La cifra se eleva pues se presume que entre el 25 % y el 40 % de los cadáveres de los niños muertos en combate no son recuperados. Se pierden, pasan a ser parte de la más absoluta nada. Ni siquiera son un número.Por otro lado, entidades como la Agencia Colombiana para la Reintegración y la misma Defensoría del Pueblo, presumen que en promedio, el 50 % de los actuales miembros de las Farc y el ELN ingresaron cuando eran niños. Es decir, nuestro conflicto en sus últimos años pudo haber contado más de 40 mil niños haciendo parte de él. Hay otros números algo más desalentadores, más vergonzosos. De acuerdo con la ONU, Colombia se ubica entre los cinco países en los cuales más niños son reclutados por grupos al margen de la ley. En 2013, la ONU documentó un total de 97 casos de reclutamiento infantil en Afganistán. En Pakistán, la cifra no superó los 50 casos. En Sudán, el número ascendió a 42. Ese mismo año, en Colombia se registraron un total de 342 casos. De acuerdo con la ONU, entre los países que reportaron cifras, Colombia estuvo por debajo solo de Sudán del Sur y El Congo. La vuelta “Pero todo no termina cuando sales de la guerrilla, cuando te vuelas, te fugas, te entregas al Ejército”, dice Angélica, quien ahora tiene 19 años y quien hizo parte de las Farc en el Cauca desde los 8 hasta los 16. Angélica se fugó de la guerrilla en 2012. Un día la enviaron a comprar provisiones a Caloto. Nunca volvió. Fue hasta uno de los campamentos del Ejército y les dijo: “no quiero seguir siendo guerrillera. Ayúdenme, por favor”. Angélica, como todos los niños desvinculados del conflicto armado, pasó a manos del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, Icbf, para iniciar un proceso de restitución de derechos. También, un proceso de reconstrucción psicológica. Una psicóloga que trabaja con niños desvinculados del conflicto armado afirma que todos, absolutamente todos, regresan en una situación de completo abandono, de carencias: la mayoría con caries en los dientes, con profundas cicatrices en la piel, con enfermedades crónicas, con rastros de violencia sexual. Todos, absolutamente todos, padecen lo que en psicología se conoce como síndrome de estrés pos-traumático. El síndrome fue diagnosticado por primera vez en 1960 por los médicos que atendieron a los sobrevivientes del holocausto Nazi y consiste, según la definición científica, en “un temor que se reitera en los sueños y el recuerdo y un sentimiento de fracaso vital y de desesperanza”.La definición, sin embargo, es una síntesis pobre de todo el sufrimiento que hay en el intento de dejar atrás la guerra. Angélica recuerda que durante los primeros meses en que fue atendida por el Icbf, solía tener pesadillas en su cama. Se repetían las imágenes de los niños muertos, de la sangre que vio, cada imagen unida a los recuerdos de los sonidos de los disparos, de las explosiones. “No puedo recordar cuántas veces estuve en medio de enfrentamientos. Ni siquiera recuerdo cuántos niños vi morir. Pero sí recuerdo nítidamente los momentos en que iban muriendo, en que los cuerpos quedaban tirados atravesados por los tiros”, dice. Y esas imágenes persistían en sus sueños y ella volvía a sentir el abismal miedo de la cercanía de la muerte. Tardó casi un año para sentirse completamente a salvo, del otro lado, para recuperar las noches tranquilas de la infancia remota. “A veces me sucede que veo un niño caminando por la calle, y siento ganas de llorar. No sé por qué. Puede ser porque yo creo que no tuve infancia. O más bien, que mi infancia fue vivir la guerra. Es duro, hay cosas que ya se perdieron para siempre, como las muñecas, jugar a la comidita, esas cosas”, dice Angélica.