Periodistas, soldados y diplomáticos soviéticos vivieron durante casi 30 años obsesionados con el muro de Berlín. Su misión era garantizar su integridad, pero en su fuero interno les corroía la curiosidad.

¿Qué había al otro lado?, ¿cómo vivían los occidentales?, ¿les odiaban o les temían?. Durante décadas el miedo pudo con la curiosidad, pero, en cuanto tuvieron la menor ocasión, cruzaron el muro como otros miles de berlineses.

“Pensé que había cometido un delito y que me deportarían”, relata Mijaíl Voronénkov, corresponsal de la agencia de noticias soviética TASS en Berlín de 1987 a 1993.

Él también cruzó el muro por un agujero abierto a golpe de martillo en la medianoche del 9 al 10 de noviembre de 1989. A sus 72 años, aún se le humedecen los ojos cuando recuerda aquellos días: “Me duele el corazón cada vez que lo cuento”.

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No es para menos, ya que él fue uno de los primeros reporteros en el mundo en informar sobre la decisión del Gobierno de la República Democrática Alemana (RDA) de permitir el libre tránsito hacia Berlín Occidental y el resto de la Alemania Federal, lo que significaba, de hecho, la caída del muro construido en 1961.

“Era una rueda de prensa ordinaria. Nadie esperaba ninguna noticia bomba”, dice, pero el portavoz del Gobierno, Günter Schabowski, fue el encargado de dar la gran noticia que dejo un “silencio sepulcral” en la sala: “ ...la salida puede efectuarse en todos los puestos fronterizos en la frontera entre la Alemania Democrática y la Alemania Federal y Berlín Occidental. Esta decisión entra en vigor de manera inmediata...”.

El corresponsal de TASS dio un brindo. Estaba de suerte, su oficina se encontraba en el mismo edificio.

“Subí hasta la cuarta planta sin respirar y di el aviso urgente. El redactor jefe en Moscú tardó siete minutos en publicarlo. Mi colega me sirvió un coñac para tranquilizarme”, recuerda.

El histórico teletipo se titulaba: “En la RDA se han aprobado nuevas reglas para los viajes al extranjero”. En un primer momento su mente se vio nublada por los peores presagios, pensaba que los tanques estarían esperando su oportunidad para ponerse en marcha y que el Politburó soviético ordenaría a las tropas avanzar hacia Alemania Occidental. “Todos nos asustamos”.

Una vez concluida la jornada, Voronénkov dio una vuelta por su calle favorita, el bulevar de Under den Linden. No lejos del centro cultural soviético, donde ahora hay un gran hotel, los berlineses habían hecho un gran agujero en el muro. Sin dudarlo, se bajó del coche y cruzó a Berlín Occidental.

“Crucé como periodista, no como ciudadano soviético. Tenía que verlo con mis propios ojos. Era un delito, pero tenía curiosidad. La sensación era de felicidad, de que estábamos ante un milagro. Era un sentimiento muy sincero. Niños, adultos y viejos, todos participaban de la fiesta. Yo también bebí champán, me abracé y me besé con auténticos desconocidos”, reconoce.

Soldados en la retaguardia

A los militares soviéticos no les dejaban acercarse a Berlín por miedo a que desertaran. Es por ello que Vadim Nashatiriov, subcoronel destinado a la ciudad de Bismarck, no pudo ver por sus propios ojos el muro hasta diciembre.

“Ese deseo me persiguió toda mi vida”, confiesa en Moscú, donde ahora trabaja en una compañía de aviación civil.

Entonces, el paraíso comunista se había convertido en una segunda Corea del Norte por culpa de la policía secreta, la Stasi, pero el aislamiento era imposible. Muchos tenían familiares al otro lado y, además, se podían sintonizar los canales occidentales. Cada vez había más evidencias que apuntaban a que el muro tenía los días contados.

El subcoronel recuerda que desde finales de octubre cada vez había menos gente en las calles de su ciudad y los trenes dejaron de circular en dirección a Berlín. La caída del muro le pilló en la retaguardia, al igual que al resto de militares soviéticos desplegados en Alemania Oriental.

De hecho, no se enteró de lo ocurrido hasta la mañana siguiente.
“Es como si estás en una habitación cerrada y de repente entra una bocanada de aire fresco”, asegura.

Nada más hacerse pública la noticia comenzó la estampida general hacia Occidente. De un día para otro, los trenes iban tan llenos como cuando en Rusia la gente huía de la invasión nazi. “Nunca vi nada igual. Ni antes ni después. Estaba claro que se iban para siempre”.

En medio del caos, Vadim se armó de valor y se escabulló durante una mañana con el fin de cumplir su sueño: ver el muro.

“Tomé el tren y me planté delante del muro. Estaba intacto, pero ya no había alambres de espino ni cercas eléctricas. Vi un agujero y me colé sin pensarlo dos veces”, relata.

Para su sorpresa, no había policías en el lado occidental y los guardias de la parte oriental ya no comprobaban los documentos. “Era un teatro. Ya no se sabía si había frontera o no”.

Aprovechó para entrar en una tienda, donde todo era mucho más barato que en el este, y darse un garbeo por la ciudad. Las calles eran estrechas, había muchos árboles y todo estaba mucho más cuidado. Recordaba a las fotos del Berlín anterior a la guerra.

“Me sentí como Alicia en el país de las maravillas. Aún guardo un trozo del muro que arranqué al cruzar. Lo más gracioso es que con la emoción perdí de vista el agujero y regresé por un puesto de control”, cuenta entre risas.