Mantengo mi admiración por el talento y capacidad de lucha del presidente Petro, no obstante que nunca he sido su partidario. Eso no me impide que admire su batalla en el seno de la democracia, que es donde ha brillado, superadas ya las inquietudes impulsivas y revolucionarias de su juventud, que nadie por cierto ignora.
Su campaña se ajustó a la ley y no conozco a ninguno que sostenga que su triunfo fue producto de un fraude o algo por el estilo. Y la verdad es que, por el bien de Colombia, me gustaría mucho que le fuera bien, en orden a que así nos fuera a todos los habitantes de esta patria sumida en los mayores problemas. En ninguna parte del mundo hay tanto atraco ni tanto homicidio y grupos armados que solo persiguen el imperio del crimen. Duele mucho que nuestra patria consolide el delito como una manera de vivir y que nadie esté seguro ni en su casa, ni en su barrio, ni en su pueblo.
De ahí que el candidato -Petro- haya propuesto en su campaña, como una especie de talismán, una palabra mágica: el cambio. Y el cambio, en abstracto, le dio la victoria. Aunque de verdad no se sabía a ciencia cierta cuál iba a ser ese cambio, o mejor, esa magia que, por cierto, no es nueva.
En la época del italiano Giuseppe Tomasi di Lampedusa, cuando estaban en la tarea de la reunificación de Italia, apareció en su obra ‘El gatopardo’ y como una gran ironía de la historia, la frase: “Hay que cambiarlo todo, para que todo siga igual”. Y entonces el ‘cambio’ se tornó ordinariamente en una gran promesa que abarca todos los imposibles.
Con un sentido constructivo debo decir, de entrada, que mediante la política del cambio se dijo que el combate a la siembra, cultivo y tráfico de la cocaína ha sido un gran fracaso. Y como una primera consecuencia de tal observación, se pensó que lo primero que había que hacer era permitir el cultivo y el uso tradicional de la coca y no mantener como política la erradicación de la misma, mientras el nuevo cultivo no pagara mejor al sembrador. Eso, por supuesto, es otro imposible con resultado negativo. Los cultivos han aumentado sensiblemente, y por supuesto la producción de la droga maldita. Esas son últimas noticias, las que vendrán acompañadas de reproches del mundo entero, porque sin duda alguna no es admisible pensar que los grandes países acepten la que podría considerarse como la legalización del narcotráfico como una política sana. Y a pesar de esto, no dudo de las buenas intenciones que animan al doctor Petro. Él no es infalible.
Tienen razón aquellos parlamentarios que aducen que la reforma a la salud, en líneas generales, no es buena. Tampoco la forma de su tramitación en el Congreso como ley ordinaria, siendo sin lugar a dudas una ley estatutaria. Además, por motivos no simples ni caprichosos, una parte respetable del gabinete no estaba de acuerdo con todo el proyecto. Cosa normal, que lejos de causar escozor en el gobierno, lo condujo a examinar tales actitudes. Claro, ministro que no estaba de acuerdo, como es obvio, debe irse y se va. Así ha sido siempre. Le oí decir a Germán Zea Hernández -era ministro de gobierno-: “Los ministros son para que se caigan”. En realidad, tales diferencias no son ideológicas, pero deben guardar armonía con el pensamiento del presidente.
Y falta el trámite del endiablado asunto de la paz y la reforma laboral y la reforma de la tenencia de la tierra. Gobernar no es tan fácil. Hay que oír a todos, como lo ha proclamado desde el inicio de su mandato el actual gobernante. El asunto pues es oyendo y mejorando los textos. Eso esperamos de la armonía que reclama el cambio.