Fernando VII no tenía descendientes. Al morir su tercera esposa, María Amalia de Sajonia, sobrina suya y sin prole, casó con otra sobrina, María Cristina de Borbón, con la que tuvo una hija que habría de ser la reina Isabel II de España. A partir de allí, tendría lugar la que se llamó la guerra de Carlistas y Liberales, que fue como el comienzo de todas las desgracias de ese reino, ya decadente, que los americanos habíamos derrotado con las armas; y los políticos internos habían trastornado con una gran agitación, que fue acabando con la economía y llegó hasta la abolición de la monarquía y la guerra civil. Fue ese, pues, un proceso agitado.
El antiguo Deseado padecía de una enfermedad grave que se denomina macrosfalosmanía y que supone un crecimiento anormal y desproporcionado del falo. En realidad le era casi imposible al rey yacer con su esposa; y aunque el deseo sexual del anguloso prógnata era insaciable, no lo era con sus adolescentes esposas para las que el ayuntamiento carnal, por las enormes dimensiones del pene, era doloroso y no lo aceptaban. De ahí que de sus urgencias carnales debieron ocuparse solo las cortesanas, dispuestas a todo aun por grandes que fueran aquellos elementos de la acción. Así, pues, ese rey que odiamos en América no pudo tener más descendientes que aquella Isabel II. No obstante, las mujeres tenían prohibido el acceso al trono. Ese impedimento se llamaba Ley Sálica y regía para España.
Pero Fernando, en pelea con el heredero reconocido, su hermano Carlos María Isidro, la derogó dándole el derecho de sucesión a su hija Isabel II, cuando poco le quedaba de vida. Y murió con dolores en todo el cuerpo el 29 de septiembre de 1833 en el Palacio Real de Madrid.
Isabel II era fea, sedienta de lecho y tuvo muchos amantes, sobre todo después de su primera noche de bodas, cuando su impuesto esposo y primo Francisco de Asís de Borbón y Borbón, según fue dicho por la propia Isabel, en la noche de bodas “había mostrado más encajes que ella misma”. Era un homosexual reconocido. Isabel, pues, buscó cada noche un amante. Y tuvo varios hijos, aunque no se sabía quién era el padre. Hijo suyo fue el siguiente rey Alfonso XII.
La monarquía cayó el 11 de febrero de 1873. Reunidas las Cortes, se leyó la renuncia del nuevo rey Amadeo I de Saboya, escogido por Isabel II desde el exilio y quien reinó corto tiempo. Las Cortes entonces proclamaron constitucionalmente la Primera República -que duraría seis años- y presidente a don Estanislao de Figueroa. Duros tropiezos vendrían a una política que parecía más una galería de mercados.
Volvería luego la monarquía en mayo de 1886 con Alfonso XIII, y después de atentados y la aprobación de una ley que abría de nuevo las puertas a la Segunda República, el rey debió salir exiliado a Italia. Ah, pero para colmar los males, llegaría la guerra civil de Francisco Franco contra esa república que entonces presidía el demócrata Manuel Azaña.
La conflagración fue cruel, sanguinaria e indolente. Un día en Salamanca, ante el rector Unamuno, el general José Millán Astray -12 de octubre de 1936- dijo con voz de trueno: “¡Mueran los intelectuales! ¡Viva la muerte!, ¡Abajo la Inteligencia! Unamuno replicó: “Para persuadir necesitáis algo que os falta, razón y derecho. Me parece inútil pediros que penséis en España. Vencerán, pero no convencerán, conquistarán pero no convertirán”.
Y luego don Miguel se fue caminando, seguido de su pueblo. Nada había ya qué hacer en esa España poética de la generación del 98 a la que pertenecía. Murió el 31 de diciembre de 1936 de una tristeza tan honda, que le impedía sonreír.