Si hay una Navidad que me resulte inolvidable esa es la de 1914, cuando la invitación de Jesucristo de amarse los unos a los otros obró el milagro de silenciar los cañones y de fundir en una comunión fraterna a los soldados que hasta la mañana de ese mismo día estaban dedicados a matarse entre ellos. La Gran Guerra, la Primera Guerra Mundial había sido desencadenada en agosto de ese mismo año por las principales potencias europeas, convencidas cada una de ellas que tenían tanto a la razón como a Dios de su parte.
Todas se declaraban cristianas, ya fueran anglicanas, luteranas u ortodoxas, e inclusive Francia, que para entonces ya había consumado la separación de la Iglesia y del Estado, seguía siendo católica. Pero estas adhesiones a la fe de Cristo, garantizadas y refrendadas por sus respectivas iglesias -que bendijeron las armas de la guerra– habían sido subordinadas o directamente anuladas por la voluntad de poder y por la defensa de sus intereses materiales.
Para diciembre, sin embargo, la guerra que, empezó como vistosos desfiles de oficiales y soldados que marchaban al combate entre aclamaciones y vítores de multitudes entusiastas, se había convertido en un inerrable infierno. La fulgurante ofensiva alemana sobre Francia, que pretendía apoderarse de París en pocas semanas, se había estancado y la inmovilización de sus ejércitos y de los ejércitos aliados dio lugar a la construcción de 60o kilómetros de trincheras, fortines y alambradas extendidas desde el Canal de la Mancha hasta la frontera de Francia con Suiza. Y lo mismo ocurrió en el frente oriental en las fronteras entre Alemania, Austria Hungría y Rusia.
En los siguientes cuatro años millones de soldados de ambos bandos habrían de sufrir en carne propia el horror de la guerra de trincheras con sus interminables duelos de artillería, sus bombardeos aéreos y sus letales ataques con gases tóxicos. Pero en la navidad de 1914 ocurrió el milagro. De repente un soldado se puso a cantar en alemán Noche de paz, un soldado francés le respondió cantándola en francés y pronto sus camaradas de uno y otro bando se les unieron formando un coro impresionante y contagioso. Los soldados salieron de las trincheras y se abrazaron en la tierra de nadie demostrando una fraternidad esa sí cristiana que por unas horas anuló la guerra y convirtió en vanos los argumentos esgrimidos por las grandes potencias para desencadenarla.