Escribo esta columna en cumplimiento de un deber cívico: sacudir la indiferencia con la que desgraciadamente recibimos la noticia de otro asesinato de un líder popular o de un defensor de los derechos humanos. Son tantas y tan repetidas, que al final terminamos creyendo al Gobierno Nacional cuando afirma que esta interminable sangría es simplemente el resultado de los enfrentamientos entre bandas mafiosas. Una explicación que suena a encubrimiento y que es sobre todo una afrenta a las víctimas, hombres y mujeres honradas a quienes se iguala con los miserables sicarios que los mataron. Así lo demuestran los dos casos que cito a continuación, en respuesta a un llamado de columnistas por líderes a dar a conocer los nombres y las vidas de quienes hemos reducido a cifras añadidas a una fatídica estadística.

El primero es Roberto Emiro Jarba Arroyo, obrero durante 15 años en la empresa que explota los yacimientos de níquel de Cerro Matoso y en la que llegó a ser vicepresidente del sindicato. En febrero de 2018 se trasladó a Caucasia decidido a colaborar en la lucha de su padre por recuperar las tierras que le arrebataron los paramilitares del Bloque central de Bolívar, encabezado por ‘Macaco’. El Bloque se disolvió oficialmente en 2008, pero diez años después el proceso de recuperación de sus tierras seguía tan empantanado como el primer día y Jarba optó por reunir y organizar a otros vecinos que, como su padre, habían sido igualmente despojados, para dar fuerza a sus demandas. El 17 de julio de 2018, estaba reunido con unos amigos, cuando irrumpió un sicario y lo mató a balazos. La investigación descubrió su nombre: Cristian de Jesús Ramírez Basilio, de la banda de Los caparrapos, vinculada al Clan del Golfo.

El segundo es Wyfredi Gómez Noreña, miembro de la Mesa de Derechos Humanos de Usme, en el sur de Bogotá. El 20 de febrero de 2017 un sicario lo acribilló delante de la puerta de su casa en el barrio Compostela. Tenía 32 años de edad. ¿Su ‘delito’? Defender los derechos de los ocupantes ilegales de tierras de dicho municipio, la mayoría familias campesinas desplazadas por la violencia. Y sumar a esta defensa la denuncia de la creciente actividad delictiva de los sicarios de las Autodefensas gaitanistas de Colombia, conocidas también como el Clan del Golfo, tanto en Usme como en muchos otros municipios aledaños. Tantos que han tendido un cerco a Bogotá.