Una nueva oleada iconoclasta recorre el mundo. Originada por las protestas antirracistas desencadenadas en los Estados Unidos por el asesinato del ciudadano afro George Floyd, se ha extendido por países tan distantes entre sí como Francia, la Gran Bretaña y Australia. Teniendo en todos los casos el mismo blanco: las estatuas de quienes para los manifestantes encarnan de manera insultante el racismo y el colonialismo.
La ola también nos ha tocado, pero no bajo la forma de multitudes enardecidas sino de un tranquilo debate parlamentario promovido por el concejal Terry Hurtado, quien ha propuesto el derribo o la defenestración de la estatua de Sebastián de Belalcázar de Victorio Macho, inaugurada en 1937 con ocasión del cuarto centenario de la fundación de la ciudad que se cumplió un año antes.
Una propuesta rechazada rotundamente por Diego Martínez Lloreda en las páginas de este mismo diario, que ha dado lugar a defensas tan apasionadas como la de Lucas Restrepo en Las2Orillas y a rechazos tan matizados como el de William Ospina en El Espectador. Voces que, con todo y lo importante que son, me parecen sin embargo aisladas, dictadas más por la fuerza de las propias convicciones que por la existencia efectiva entre nosotros de un vigoroso movimiento de masas en contra de la perpetuación de las encarnaciones en mármol o en bronce de un pasado que resulta infame. Como ocurre ahora en los Estados Unidos.
Entre nosotros no está ocurriendo nada semejante y no solo por el confinamiento obligado por la pandemia. Pero aun así me siento obligado a responder la pregunta sobre qué hacemos con la estatua de Sebastián de Belalcázar. Yo creo que hay que mantenerla en pie, aunque eso sí empacada, como la habrían empacado Christo y Jeanne-Claude, hasta cuando la ciudadanía caleña decida si la deja donde está o la traslada a otro sitio.
Empacada hasta cuando esta misma ciudadanía elija un lugar, igual de emblemático, donde emplazar una escultura dedicada a Casilda Cundumí Dembelé. La indomable líder cimarrona que sirvió como esclava en los ingenios azucareros antes de rebelarse y darse a la fuga y que culminó 20 años de lucha contra la esclavitud derrotando el 14 de febrero de 1862, en las afueras de Palmira, al último ejército del Estado soberano del Cauca enviado por los señores esclavistas para someterla. Es lo menos que podemos hacer por quien durante tantos años hemos condenado al ostracismo y el olvido.