Distopía es lo contrario de utopía, es la representación de un futuro nefasto que imaginó George Orwell en su ‘1984′. Un mundo futuro, no deseado y que, curiosamente, tiene adeptos en países tercermundistas como el nuestro, donde muchos lo alaban y lo quieren imitar. En el diario francés ‘Le Figaro’, el columnista Samuel Fitoussi ironiza sobre tan absurdo fenómeno (lo percibe incluso en Francia) y monta un manual de gobierno ideal para llevar cualquier país a la distopía, con elementos claves que suenan familiares en Colombia, y que transmito a título de advertencia.
Para precipitar un país en la distopía, Samuel Fitoussi recomienda:
1. Librar la guerra contra la excelencia y bascular en la mediocridad, ayudados por la llamada ‘discriminación positiva’. Combatir las escuelas privadas, los concursos y la selección meritoria, y al mismo tiempo, bajar el nivel de los programas escolares, y así lograr que un alumno de la clase popular no pueda jamás distinguirse o sobresalir por su inteligencia y trabajo. En nombre de la lucha contra la desigualdad del capital cultural, hacerle la guerra a la cultura misma.
2. Plantar las semillas de la guerra civil al cultivar el resentimiento identitario. Inculcar al ciudadano, desde la infancia, que sus fracasos están causados por el racismo y clasismo de la sociedad. Hablar de ‘blanquitos ricos’ y ‘sangre negra’ abusada, sin medir las consecuencias de tales afirmaciones. Insinuar que los que tienen éxito hacen trampa o benefician de privilegios especiales.
3. Enseñar a nuestros jóvenes a detestar nuestra civilización y tradiciones con teorías de la raza y del postcolonialismo. Convencerlos de que su país fue construido sobre la explotación capitalista, la destrucción del planeta y la colonización. Que la sociedad que habitan está enferma, que las instituciones que gerencian su vida (policía, justicia, fronteras) son opresión y conflictos. Recomendarles criticar y condenar, en vez de admirar y respetar.
4. En nombre de la lucha contra el racismo, prohibir la crítica de otras civilizaciones, pero volverse muy severo contra el bagaje cultural propio. Defender las tradiciones más retrógradas si resultan exóticas. Tolerar la intolerancia de los demás, pero no la intolerancia a la intolerancia.
5. Celebrar el nacionalismo y el patriotismo de otros, pero no tanto el propio. Aplaudir el derecho a la diferencia del otro y no tanto del propio.
6. Nunca incitar al trabajo y favorecer el parasitismo. Condenar y obstaculizar al máximo al sector productivo del país con la excusa de aplicar un modelo social ‘generoso’. Confortar la voluntad de quienes quieren vivir del trabajo de otros, contra quienes quieren vivir del propio. Obligar a los jóvenes a donar la mitad de su trabajo al Estado, y entonces, a pensar trabajar menos, producir menos y muchos a expatriarse. Entretanto, el sector privado se reduce y los que resisten tienen que asumir más y más impuestos. Un desastre bien calculado que siempre sale adelante.
7. Finalmente, relativizar todo (corrupción, incompetencia y otros) para disfrazar errores y abusos. Y acabar con valores acumulados por siglos al creerle al gobernante que responde “¡De malas!” a nuestras quejas y nos manda a hablar swahili, en vez de sumergirnos en la maravillosa prosa de un García Márquez. Todo dentro de un proceso de deconstrucción lento, pero seguro, para llegar a la distopía que se persigue.