De un tiempo para acá el arte de la conversación parece perder importancia. Se centra cada vez más en quién se casó con quién, quién se divorció de quién, quién es primo de quién y por tanto sobrino de quién, hijo de quién, nieto de quién.

Quién donó un terreno a la caridad, siendo hijo de quién, esposo de quién, exesposo de quién y pariente de quién que a la vez era hermano medio de quién y segundas nupcias de quién. Y así, hasta la muerte neuronal autoinducida.

Pareciera que dejó de ser importante leer periódicos, o que a la mayoría le resulta en extremo agobiante enterarse de las noticias de un mundo en guerra, de un vecindario en caos, de un país en flagrante erosión de las instituciones.

Pareciera pasado de moda leer libros, ir a una película de cine, a la ópera, a un concierto, a una exposición, a una charla literaria importante, algún insumo que permita construir y emitir una opinión informada, una idea, un argumento. En el mejor de los casos alguien recomienda una serie de Netflix cuyo nombre olvidó.

En pocos días habrá Hay Festival en Cartagena y muchos irán para ver y ser vistos, pero en el fondo el arte de conversar parece herido de muerte. Es como si -entre más información disponible existiera- se hubiera optado por el sopor de un mundillo minúsculo, pero seguro.

Me pregunto si será efecto de las redes sociales.

El otro día oí a un destacado líder político decir que extrañaba los tiempos en que subía a un avión y encontraba solo gente conocida. Confesaba sin sonrojo que le parecía fatal hallar en todas partes a tanta gente ajena a su círculo. Los demás asentían, todos de acuerdo. Y creo que es un síntoma muy peligroso de parroquialismo, de añoranza decimonónica.

Qué placer, en cambio, el de las buenas conversaciones. Qué valiosos los buenos conversadores, deleitarse con la vehemencia de una Adriana Climent o la elegante conexión de ideas de un Ricardo Villaveces; qué empeño tan oportuno el que hacen empresas como Celsia y Tecnoquímicas, entre otras, en la construcción de criterio y cultura entre sus colaboradores.

Contaba el presidente de la primera que desde que tienen club de lectores la gente en los pasillos ya no habla de chismes sino de los poemas de Piedad Bonnett y el giro argumental de la novela que tienen entre manos. Mucho pueden hacer las empresas, los colegios, las universidades, para elevar la conversación de ciudad, empezando por los suyos.

La conversación es una de las bellas artes. Conversar significa, literalmente, girar juntos, una suerte de danza pero con el cerebro, un moverse con otros por la pista de baile de las ideas, una gracia entrenable, un don cultivable, un refinamiento del alma, un pensarse para pensar con los otros.