Me sucede todos los días cuando salgo a la calle: extraño al Vivo Bobo. Tal vez, supongo, quizá iluso, con el Vivo Bobo Cali sería una ciudad distinta. O por lo menos sería una ciudad donde la gente lo piense dos veces antes de hacer lo que ahora es tan normal, tan aceptado: pasarse los semáforos en rojo, acelerar en los pasos peatonales cuando hay gente que necesita pasar, parquear en los separadores de las avenidas, en los andenes, botar la basura en las esquinas, ofrecerles plata a los agentes de tránsito para evadir una multa. Cambiar esos comportamientos era lo que intentaba el Vivo Bobo en la televisión. Su comedia era espejo de nosotros mismos, de nuestros malos hábitos cotidianos.
Yo tenía 10 años cuando lo vi en Telepacífico, y con él aprendí mientras me reía de sus ocurrencias asuntos tan útiles como la función de las cebras en los semáforos y por qué los carros debían dejarlas despejadas. “La cebra es la calle del peatón”, decía el comercial. Cuando algún conductor se detenía en ellas, no faltaba el que le gritara “Vivo Bobo”, y, avergonzado, retrocedía. El Vivo Bobo estaba en el imaginario de todos, en nuestra cotidianidad. Mencionarlo en la calle era la manera de reclamarle al otro por un mal comportamiento.
El personaje se creó durante la primera alcaldía de Rodrigo Guerrero, en 1992. El concepto de lo que debía ser el Vivo Bobo fue de Blanca Isabel Moreno, guionista, productora, documentalista, creadora del Archivo del Patrimonio Fotográfico y Filmico del Valle, y de Fernando Berón, su esposo y publicista.
Eran los años del apogeo del narcotráfico, cuando los mafiosos recorrían la ciudad en camionetas de alta gama, haciendo lo que les parecía, repitiendo una frase que se perpetuó hasta hoy: “vos no sabés quién soy yo”. Es la frase que acabó con el civismo en Cali.
Los jóvenes de entonces comenzaron a imitarlos. Parecía heroico eso de no hacer filas, no respetar un semáforo, parquear donde les pareciera, ir en contravía sin que nadie les pudiera decir nada. Fue cuando llegó el Vivo Bobo para ridiculizar esos comportamientos. El personaje representa al caleño que se acostumbró a la cultura del atajo.
En 2012 tuve el privilegio de entrevistar al actor que lo interpretó, Guillermo Piedrahita. En ese entonces se intentó la reaparición del Vivo Bobo, aunque no tuvo el impacto que causó en los 90. Tal vez se necesitaron más recursos. En sus inicios los comerciales del Vivo Bobo salían a diario.
Cuando conocí a Guillermo me sorprendí. Pensaba que me iba a encontrar con el Vivo Bobo, es decir con un personaje de camisas florecidas, chabacán, coloquial. En cambio me encontré con alguien que hace yoga, practica aikido, lee la historia del teatro español, escucha a Vivaldi y a Bach.
En el perfil que publiqué en la revista Gaceta, escribí: “No es que Guillermo tenga la pose de un erudito, de un intelectual, no, lo que pasa es que cuenta su propia vida, el arte, el teatro, y esa vida es tan ajena al Vivo Bobo con el que uno lo confunde, ese personaje que se pasa semáforos en rojo, acelera a fondo en luz amarilla, tira una bolsa con el corazón de una piña a la calle, tira la basura de su casa en los caños, no hace filas, sentencia que el cinturón de seguridad es una cosa que solo usan los gringos. Uno se vuelve a preguntar si está hablando con el que es”.
Guillermo me decía: “Un minuto en televisión es más poderoso que 40 años de teatro”. Cali lo recuerda sobre todo por el Vivo Bobo y no por toda su trayectoria artística, que empezó desde muy niño, cuando, en su casa en el barrio Santa Rosa, montaba obras de teatro o hacía dibujos que presentaba en la sala como si fuera cine.
Junto al maestro Enrique Buenaventura, Guillermo hizo parte del grupo de artistas que fundó el Teatro Experimental de Cali, TEC. Allí estuvo casi tres décadas. Fue soldado en la obra ‘Soldados’, inspirada en un episodio de la novela La Casa Grande de Álvaro Cepeda Samudio; fue gringo en la obra ‘La Denuncia’; mendigo en ‘La Orgía’ de Enrique Buenaventura; dictador en ‘El dictador de Copenhague’ de Martha Márquez.
Pero le sucedió lo que les pasa a los actores que logran con sus personajes quedarse para siempre en el corazón y en la memoria de la gente: de alguna manera pierden su identidad personal ante el público, y son vistos y recordados por sus personajes. Por eso a Andrés Parra lo recuerdan como Pablo Escobar. O a Philip Seymour Hoffman como Truman Capote. Guillermo Piedrahíta es para Cali el Vivo Bobo que sale en televisión como espejo de nosotros mismos y la falta de civismo, ese que se requiere para que Cali luzca hoy diferente, una ciudad que progresa. Por eso 30 años después de su aparición lo sigo extrañando. Tal vez no sea el único.