El personaje es más grande que el libro, pero la vida recreada de Feliza Bursztyn que ha escrito Juan Gabriel Vásquez y que tituló ‘Los nombres de Feliza’, conmueve. Logra combinar la historia individual con el entorno político y cultural de la Colombia que despertaba lentamente de los convulsos años 60, aquella época en la que empezó a cabalgar Feliza hasta su prematura muerte antes de llegar a los 50 años. Murió de tristeza, escribió Gabo en una columna tras su muerte, después de haber compartido con ella, con Pablo Leyva, su compañero, con Enrique Santos y sus respectivas parejas en un restaurante en París, cuando un infarto fulminante se la llevó.

Esa columna le rondó por décadas a Juan Gabriel Vásquez y se propuso seguirle el rastro a esta misteriosa mujer, tan moderna y tan de avanzada para su tiempo, desbordada por la intensidad y una irresistible pulsión de libertad a quien su propia familia enterró en vida y quien en solo 20 años de trabajo, de creación artística dejó huella y sus esculturas, únicas han volado lejos.

Están en la Tate Gallery, en el Moma, en Cuba, en Suiza, en museos aquí y allá, gracias a la persistencia de Pablo Leyva, quien se propuso no dejarla morir. Vásquez escuchó, rumió recuerdos ajenos, escudriñó papeles y leyó periódicos, revistas, catálogos; rehizo sus pisadas en París, en Bogotá, observó fotos, imaginó, tal vez se acongojó, pero también se río, tanto como ella, hasta conseguir armar ‘Los nombres de Feliza’.

Y sí, Vásquez logra transmitir esa fuerza que ella dejó plasmada en sus esculturas construidas de chatarra, de latas, de deshechos de carrocerías, de rollos de alambre de púas, de varillas de hierros en un lenguaje único; estructuras salidas de su estudio austero y sencillo, donde creaba y compartió con Pablo, viviendo a contracorriente donde aún sobrevive la memoria que inspiró, y con razón, la novela de este gran escritor que con su pluma transforma el mundo.

Una vida valiente la de Feliza, transgresora como la que más, que con su torbellino vital rompió ataduras sociales, familiares en un medio tan cerrado como podía ser la comunidad judía en los años 50 en Colombia. Pero no solo la judía, la sociedad toda encargada de trazarle un solo destino a las mujeres entonces: el de enterrarse en el entorno doméstico y asegurar la reproducción.

Feliza cumplió el libreto hasta donde pudo y a los 20 años se aplicó a criar tres hijas y sostener un matrimonio fallido, como tocaba, tal como aparece su foto en el típico portarretrato con marco de plata de mamá con pelo enlacado y tieso, pero su vida estaba en otra parte y prefirió la incertidumbre y guiada por sus instintos tomó el camino de la búsqueda de sí misma. Pagó un costo grande.

El corazón le estalló cuando iniciaba un doloroso exilio a París, escapando de la represión del Estatuto de seguridad de Turbay Ayala y sus militares que quisieron escarmentarla, precisamente, por atreverse a eso, a defender la libertad.

Y cierro este arranque de año abrumada frente a este mundo que se desdobla de una manera que duele, recomendando dos películas que también mueven cimientos e invitan a la reflexión como el buen arte: ‘La habitación de al lado’ de Pedro Almodóvar y ‘Emilia Pérez’ que parece hecha pensando en Trump y su rabia furiosa con la diferencia.