Hubo una época en que los abogados servían para todo. Políticos, administradores públicos, empresarios, diplomáticos, educadores, etc. Y entonces bastaba con los estudios de cinco años, los preparatorios y la tesis de grado.

Eso fue cierto hasta los años setentas. Abogados empresarios como Pedro Gómez Barrero acudieron a la Universidad de los Andes para incorporarse a los primeros cursos de alta gerencia que buscaban darles una experticia en este campo. Luego ya la formación tradicional no podía competir con las recientemente creadas escuelas de administración de negocios, o con las facultades de economía con más tradición, o los ingenieros industriales.

Y en el propio campo del derecho se fue haciendo necesario que los ‘doctores’ tomaran especializaciones, maestrías y, pronto, también, doctorados.

Siempre he señalado el vacío de las diferentes propuestas de reforma a la justicia que no contemplan un capítulo para mí, imprescindible sobre las facultades de derecho y sus programas de formación. He considerado que la mera formación de abogado no es la más apropiada para el ejercicio de la función judicial. En algunos países, quienes aspiran a ser jueces, y esta es una carrera de por vida, reciben una formación especial porque no es lo mismo ser un abogado litigante o consultor o asesor que ejercer la compleja y muy difícil tarea de juez. Era un error, por ejemplo exigir que al terminar la carrera se cumpliera un año de judicatura o sea se cumpliera con la tarea de ser juez sin ningún aprendizaje previo y específico al respecto. Por fortuna esa exigencia desapareció… Y no sé si existe alguna evaluación de lo que fue ese experimento.

La formación que debe recibir un juez tiene que hacer un gran énfasis en la necesaria independencia de esa función, en el enorme significado que ella tiene para el bienestar de los ciudadanos comoquiera que afecta, y de qué manera, sus derechos más fundamentales, principalmente, su libertad, su buena imagen y el manejo de su patrimonio y de su familia.

Esa formación debe tomar por lo menos un año, debe estar dirigida a los mejores estudiantes de la carrera jurídica, debe, también, incluir una altísima formación ética y una conciencia muy grande sobre la necesidad de obrar con el sentido de aplicar pronta justicia y con la capacidad de evaluar opiniones contradictorias y de adoptar decisiones y no de postergarlas. Es que no es fácil acostumbrarse a tomar decisiones, algunas de enorme envergadura.

Y, por supuesto tiene que haber una evaluación periódica y solo por algún tiempo del desempeño de los jueces. Y, seguramente, una oportunidad de reforzar algunos de estos aprendizajes mencionados a lo largo del ejercicio de esta función tan importante que debe llevar siempre la impronta de la majestad de la justicia.

Quienes han sido jueces y quienes hoy desempeñan esa tarea podrían ayudar a diseñar esos programas. Y no sobraría estudiar algunas experiencias en otros países. Es que la categoría de juez es quizás la más respetable y la que debería ser más exigente en una sociedad.

Los magistrados de las Altas Cortes deberían ser seleccionados entre miembros de la carrera judicial, abogados que se hayan distinguido en el ejercicio de la profesión en sus diversas formas y en miembros de la Academia. Esa variedad de experiencias permitiría juicios equilibrados y oportunos.