En pocos otros frentes se ve tan clara la diferencia entre la teoría y la realidad como en este de la seguridad. Las utopías de cero conflicto, conciliación eterna y armonía absoluta se estrellan muy rápido con la hostilidad del mundo, de las relaciones internacionales y hasta de las interacciones entre personas. Nuestro día a día de competencia y de amenazas arrolla a los gobernantes que creen que las buenas intenciones y los sueños de verano alcanzan para garantizar la paz.

Por algo el presidente terminó apoyando la renovación de la flota de aviones de combate y por algo terminó esta semana comprando un sistema defensa aéreo. Porque el riesgo es latente, las amenazas son múltiples y el enemigo muta a la velocidad de la luz. La guerra y la paz se necesitan entre ellas.

Por algo, hoy la alcaldesa de Bogotá también se para en firme contra el proyecto del ministro de Justicia de flexibilizar los permisos para los presos. Porque, nuevamente, la realidad de la lucha contra el crimen arrolla con la idea de que a la gente solo hay que darle confianza y oportunidad para que dejen la ilegalidad.

El ministro debe creer que las calles acá son como el malecón de Helsinki o de Copenhague. Que el aire fresco activa neuronas tranquilizadoras. Que la ausencia de castigo y el perdón sin condición logran la transformación de las personas. Algo así debe creer. No hay de otra para explicar por qué seguir liberando presos y pintarnos un país que, claramente, no es el nuestro.

Nos debe aún muchas respuestas para poder garantizarnos que sus ensayos no pondrán en riesgo los derechos de quienes no delinquimos y que pedimos que nos protejan el derecho a la vida en un país que incesantemente la amenaza. ¿Cómo vigilarán a quienes liberen cuando hoy solo 5 personas en Cali tienen un dispositivo electrónico de monitoreo? ¿Cómo resolverán el fracaso de la resocialización cuando hoy más de la mitad de los presos acá son reincidentes? En últimas, ¿cómo garantizarán que la libertad de uno no sacrifique la de miles otros?

Estas preguntas no son sinónimas, tampoco, de los cantos de sirena de quienes quieren encerrar a todo el mundo, matar a otro tanto y cerrar la posibilidad de cualquier segunda oportunidad. Ese camino es igual de utópico y de inútil.

Lo que sí resulta necesario es combatir el odio visceral y la ingenuidad irracional. El ministro debería comenzar por hacer bien lo que ya se debería estar haciendo bien, pero se hace mal. Necesitamos que en Cali, al menos quienes ya tengan detención domiciliaria tengan brazaletes, que los que están intra muros tengan una verdadera opción de resocialización, que las cárceles dejen de ser universidades criminales regidas por bandidos, que aumenten las condenas para que los culpables dejen de andar orondos.

Pedirle eso es lo obvio y lo mínimo. Por ahí debería empezar antes de que se estrelle, como varios, contra la innegable realidad.