La renuncia forzada de la presidente de la Universidad de Harvard, Claudine Gay, desató un terremoto en el mundo intelectual y académico de más renombre del planeta. Y como dice el Arte de la Guerra, hubo un ruido en el Este, pero la atacaron por el Oeste.

Las críticas empezaron por su ambivalencia en una sesión del Comité de Educación y Empleo del Congreso de los Estados Unidos, en relación con las consignas antisemitas que se vienen propagando en los campus universitarios a raíz de la tragedia humanitaria de los palestinos en Gaza.

Gay, recordemos, trató de jugar la carta de la neutralidad frente a un hecho que no la admitía, que es -si para Harvard invocar el genocidio contra los judíos violaba su código de ética-. “Depende del contexto”, dijo increíblemente. Cuando quiso enmendar la plana, el daño estaba hecho y las juntas de directores y de donantes ejercieron una presión tan grande que Gay resistió precariamente.

Pero lo que se hizo insostenible y la llevó a renunciar a la más corta presidencia de la casi cuatricentenaria Harvard fueron las acusaciones de haber plagiado textos académicos, que se atribuyó a lo largo de una carrera, que fue tan ascendente como pobre, en producción de alto nivel. Se dice que de sus 17 ensayos habría hecho plagio en ocho.

El debate tiene tintes conocidos por acá: sus defensores blanden el argumento identitario y acusan al ‘establecimiento’ (que en la definición progresista es blanco, macho, heterosexual y con dinero) de lanzar una campaña de difamación para sacar a la primera presidenta negra de Harvard.

Sin embargo, hay otras voces que no pueden ser censuradas de esa manera y han puesto el dedo en la llaga. Aiyaan Hirsi Ali, una somalí que fue perseguida por los musulmanes de su país, terminó refugiada en Holanda, fue declarada objetivo por Al Qaeda, escribió un extraordinario libro titulado ‘Herejía’. Hirsi actualmente vive en Estados Unidos y, sobre todo, es una debatiente formidable. Escribió también en Herd un artículo titulado ‘Claudine Gay y la mafia de la mediocridad’.

En su conocido estilo de exponer, desde el principio, y claramente su posición, Hirsi Ali cuestiona a personas que “llegaron sin preparación a un gran escenario público, fracasaron estrepitosamente en sus respectivos papeles y avergonzaron enormemente a sus respectivas organizaciones”. En Estados Unidos, la política identitaria se ha convertido en otra forma de nepotismo para premiar los factores de identidad por género, raza o sexualidad con los que “se recompensa y asciende a personas sin talento”, dice Hirsi Ali.

En momentos críticos en los que la burocracia necesita sobre todo personas preparadas con capacidad de ejecución, localmente vivimos las consecuencias de la misma perfidia que ha causado el peor daño al nombre de una institución académica global, gracias a que para dar cabida a la calificación identitaria se han bajado los estándares básicos de la meritocracia.

Por eso, tuvimos una ministra que cuando el papá tuvo que explicar sus credenciales, dijo que había sido campeona de nado sincronizado y premio nacional de cuento corto. O un don nadie que para ser embajador en uno de los países más importantes para la política exterior colombiana le validaron haber participado en un modelo de Naciones Unidas. En lo horizontal y lo vertical de la burocracia se están ajustando los perfiles técnicos para que suban diletantes o básicamente analfabetas del tema del que se responsabilizarán.

Ya estas personas, como Gay en Harvard, han fracasado estrepitosamente y han avergonzado a sus instituciones. Es dudoso que les importe, pues la bendición viene de arriba.