Al principio eran 30 jóvenes. Al final, y contrario a lo que por lo regular sucede en los talleres de escritura, nadie desertó y, en cambio, fueron llegando más: 54 en total. Pertenecían a barrios del oriente de Cali: Petecuy, Gaitán, Tercer Milenio, Los Lagos, Antonio Nariño.

Todas las semanas se reunían para aprender a escribir crónicas, apoyados por la Corporación Biblioghetto y la Alianza para la Transformación Social. Al frente de todo estaba una mujer que ama los libros: Zeidy Riveros Velasco. Es bibliotecaria. También comunicadora social, creadora de la Tienda de las Letras, promotora de lectura y autora del libro infantil ‘El barrio de Jey’.

El propósito del taller era que los jóvenes del oriente de Cali aprendieran las herramientas que se necesitan para contar su historia; para narrar buenas historias. Al proyecto lo llamaron ‘Jóvenes Narrando el Territorio’.

Hubo jornadas de catarsis, recuerda Zeidy. Días en los que los jóvenes sacaban todo lo que tenían guardado: duelos, tristezas, la violencia del barrio y de la casa, las frustraciones. Escribir, lo confirma la ciencia, cura.

Los relatos no solo eran conmovedores. También eran denuncias. A veces de abusos sexuales dentro de la propia familia; otras veces de ciertos personajes que cometen delitos. Varias crónicas no se publicaron por seguridad de los autores. En otras, los nombres y alias de quienes denunciaban fueron cambiados.

Después la idea era ampliar la mirada, el foco, para narrarse no solo a sí mismos, sino a su territorio y los líderes que hacen parte de su entorno. Entonces aparece Pacho, por ejemplo, que hacía trasteos “con su camioneta LUV de color rojo” en el barrio Gaitán. Cuando Pacho fallece, ya no queda nadie de confianza para trastear los corotos.

O el presidente de la JAC del barrio, el abuelo de Santiago Taborda Barón, quien, cuando llegó la pandemia del coronavirus, se dedicó a entregar mercados que él mismo armaba con su dinero o que conseguía en la Alcaldía. Hasta que le dio covid y nadie en el barrio volvió a hacer lo que él hacía.

Por fortuna, el abuelo se recuperó del virus y, cuando salió del hospital, de nuevo fue esperanza para todos: organizó un comedor comunitario en los meses del confinamiento. “La gente se volvió a alimentar de él”, leo. Hay belleza y poder en lo que escribieron los muchachos.

Sus historias son también el retrato de ese trozo de la ciudad a la que aún Cali le da la espalda, barrios donde existen cafés internet para conectar a la comunidad y donde algunos se enojan porque les parece caro pagar 800 pesos; calles donde “las casas están pegaditas unas con otras”; cuadras donde ir a comprar el pan sigue siendo un riesgo por los enfrentamientos repentinos entre las pandillas; madrugadas en las que se escuchan tiros como pájaros mientras se duerme y pocos se sobresaltan porque, como lo escribió Maximiliano Jeremías, “ya estoy bastante acostumbrado a escuchar esas cosas”.

Las crónicas son la foto del oriente de Cali, de su cotidianidad, de la gente trabajadora en las obras de construcción, del que atiende el granero, de los billares y los juegos de sapo, o las escuelas de fútbol como la de Ricky que intenta brindarles un camino a los jóvenes.

Y, como lo menciona Zeidy, representan para los jóvenes la oportunidad de tener voz, de ser escuchados. Quizá, para algunos, sus textos también sean destino: Laura Sofía, del barrio La Unión, ya envía sus crónicas a participar en concursos nacionales. Anhela ser escritora.

Los relatos están compilados en un libro precioso y voluminoso, de más de 300 páginas, que se titula ‘Jóvenes narrando el territorio’. Fue lanzado en la Feria Internacional del Libro de Cali y próximamente en otros escenarios. Se consigue en las librerías independientes como Oromo, Expresión Viva y Liber Tienda. O en la Corporación Biblioghetto: 305 - 254 5301.

El precio es casi simbólico para su tamaño y su potencia: $40 mil.