Ingenua que soy, siempre dije que a un gobierno de Gustavo Petro no había que tenerle miedo. Que para contenerlo en sus posibles locuras estaba el Estado en su conjunto, ese que se precia de ser una de las democracias más consolidadas de América Latina, donde la Constitución se hace respetar sí o sí y donde prevalece una separación de poderes que es garantía de tranquilidad, aún por encima de la corrupción o de los intereses individuales que se cuelan por el Legislativo, el Ejecutivo o la rama Judicial.
Les pedí calma a quienes aseguraban que era cuestión de tiempo que Colombia se volviera otra Venezuela con la llegada al poder de uno de los ‘mejores amigos’ del régimen chavista. Imposible, aseguré ese 19 de junio de 2022 cuando Petro ganó la Presidencia, que el Congreso de la República se le fuera a doblegar, menos aún cuando ni siquiera contaba con mayorías en Senado o en Cámara de Representantes que le permitieran sacar por la vía rápida las reformas que no le convinieran al país.
En el primer año de su gobierno me mantuve en mi posición. Incluso me pareció que iba tan lento, que no había ningún asomo de riesgo como para pensar que los cimientos de nuestra nación se podrían mover, así fuera levemente.
Entonces, como si se tratara de uno de esos volcanes que después de siglos de permanecer inactivo se despierta y manda poco a poco señales de alerta, el Gobierno Petro empezó a echar primero un humo gris, luego a expulsar la lava y en el camino de la liberación de esa materia incandescente, a generar movimientos telúricos que hoy tienen tambaleando al país.
Aquello del ‘cambio’ con el que se vendió durante su candidatura política y después en su mandato, ha resultado ser, por decir lo menos, una farsa. Al menos así se siente si nos atenemos a los escándalos que recaen sobre la financiación de su campaña, la presunta violación a los topes, las acusaciones en contra de cercanos colaboradores, los tropeles entre algunos de su círculo más cercano o la corrupción que se ha destapado en entidades como la Ungrd. Es más de lo de mismo de siempre.
Pero lo peor sucedió cuando a Gustavo Petro le dio por gobernar desde Twitter (aún me cuesta decirle X) y convirtió la plaza pública en zona de batalla entre sus adeptos y quienes no lo son. Fue en ese momento que sacó a relucir lo peor de su actitud dominante, o para ser más concreta, totalitarista. En esos espacios ataca, amenaza, le dice lo que quiere a quien quiere, da órdenes a sus subalternos, arrecia conflictos, anuncia que con el Congreso o sin él, con el favor de la Justicia o sin ella, con el aval constitucional o no, hará lo que se le dé la gana.
¿Que no le aprobaron la reforma a la salud? Pues la hizo a la brava, ahogando a las EPS, interviniéndolas u obligándolas a que pidieran su liquidación como pasó ayer con Sura. Puede que esté muy orgulloso de lo que consiguió, la pregunta que ahora debe contestar es cómo garantizará la cobertura y la calidad de la atención a los 52 millones de colombianos. Porque si el ejemplo es lo que hizo con el servicio de salud que se les presta a los 800 mil maestros, pues vamos camino al abismo. Lo que había no era perfecto y requería cambios, pero funcionaba…
Y ni hablar del galimatías que es la constituyente a la que quiera convocar, no importa cómo o por dónde o la interpretación que le quiera dar, así lo niegue lo que busca es quedarse en el poder después de 2026, de manera directa o por interpuesta persona. Nada parece decirle, montado como pareciera en su ego, que hoy cerca del 60% de los colombianos tengan una imagen desfavorable de él, o que incluso le vaya mejor a Nicolás Maduro que a él.
Los imposibles se están volviendo realidad. Y reconozco hoy mi ingenuidad. No sé si vamos camino a ser una Venezuela, pero lo cierto es que poco o nada positivo saldrá para Colombia si el gobierno de Gustavo Petro insiste en seguir por el camino que decidió trazar.