Pepe, el loro más locuaz que he conocido, cada vez que oía algarabías gritaba “dejen la bulla, carajo”. Lo anterior para significar que hasta para un parlanchín como fue él, le encrispaban los sonidos fuertes provinieran de donde provinieran.
Sus últimos años los terminó trepado en un árbol sin olvidar saludar “hola mi amor” y emitir indescifrables sonidos onomatopéyicos.
Al parecer, un gavilancito amarillo se lo comió por partes porque dicen que pedía auxilio con unos gritos desgarradores que todavía se escuchan en medio de la niebla.
Y es que los niveles de ruido están aumentando extremadamente sin que exista control alguno.
Los ejemplos son muchos comenzando por las calles en donde las motos, además de todas las faltas que perpetran y que deberían estar en el código penal, se lucen andando a millón por los carriles del MÍO con unos ensordecedores dispositivos que suenan más que si no tuvieran exosto o silenciador.
¡Y vaya a ver si tienen revisiones tecnicomecánicas -eso qué es- y nada! Para colmo de males, han salido unos potencializadores que retumban como si estuvieran en la fórmula 1 y no faltan los chécheres de siempre que así como contaminan el ambiente producen una contaminación auditiva también sin control alguno.
Carros con equipos de sonido de discotecas traquetas le hacen competencia a las ambulancias que ponen a sonar sus sirenas rompiendo la tranquilidad de las noches así las vías estén solitarias.
La bullaranga de cualquier expendio de licor es exasperante como si ese alboroto atrajera la clientela y lo que hace es espantarla. Las rumbas discotequeras por más encerradas que estén hacen temblar paranoicamente a quienes tienen la desgracia de vivir cerca a esos expendios de decibeles.
Por otra parte, a las gentes cuando están reunidas -sobre todo a las mujeres- les ha dado por gritar siendo la única fórmula para que se callen el decirles que “Por favor hable la mayor”. Ahí sí se silencian. Y qué tal cuando les da por perpetrar rancheras y canciones de despecho actuadas, ¡rompen tímpanos!
Se acabaron las conversaciones en bajo volumen recordando a un viejo amigo apodado, y con razón, ‘susurro’. Era incapaz de decir un secreto y cuando se confesaba en iglesia del Berchmans sus pecados se escuchaban en todo el barrio Centenario.
Finalmente transcribo a continuación lo que me escribió una acuciosa lectora:
“De acuerdo con el último censo, se estima que más de 32 mil vallecaucanos tienen pérdida auditiva total o parcial, siendo el tercer departamento a nivel nacional en registrar mayor concentración de personas con esta condición. En esta línea quisiera preguntarte si verías viable tener un espacio con nuestra vocera quien estará próximamente en Cali para poder ampliar la información y poder generar conciencia sobre la salud auditiva en la población caleña”.
Respuesta inmediata: ¡Claro que sí!