Una cosa es un pichón de galpón y otra el que vive en las cúpulas de las iglesias, como lo demostró esta historia acaecida en Cataluña.
Eran las siete y media de la noche de un 25 de noviembre cuando de pronto uno de los hospitales de Barcelona empezó a recibir una gran cantidad de enfermos con signos de intoxicación. Las enfermeras corrían bajo la luz blanca de los pasillos, empujando camillas con hombres y mujeres que se tomaban el estómago entre ayes y exclamaciones desesperadas.
El primer registro de nombres y lugares de origen, dejó conocer a los médicos que se trataba de una epidemia con nacionalidad propia: todos eran peruanos, y parecían venir de una fiesta, de aquel condumio que en términos sureños se denomina sencillamente “una pollada”.
La comida peruana es una de las más variadas y ricas del continente, y eso quizá no lo sabían los galenos; lo que en Colombia denominamos “cazuela de mariscos”, palidece ante la ‘parihuela’ peruana, una canoa de todo lo que en el mar existe, aderezada con ajo, cebolla roja y verde, limón y ají rocoto. Pero, en la lejana Barcelona no se conocen tampoco las papas a la Huancaína, ni el saltado de corvina, el seviche bravo, hervido solo en jugo de limón, ni el chupe de camarones; mucho menos el ‘caldo de pantera’, el jugo explícito del seviche, solo para enguayabados.
La comunidad peruana, más que la colombiana, encuentra eco a sus vivencias migratorias en Europa, quizá por el Cuzco o Machu Picchu, por las herencias virreinales mucho más fuertes que las nuestras en España, pero las consecuencias surrealistas del traslado de costumbres al Viejo Mundo, casi siempre en las maletas de los inmigrantes más pobres, llaman al asombro.
Resulta que las plazas de toda Europa están agobiadas por la superpoblación de palomas o pichones. Los restauradores, arquitectos y urbanistas, insisten en la necesidad de reducirlas a un número justo, pues se ha comprobado que están destruyendo los monumentos, las iglesias, el dedo de Fray Luis de León, la corona de la sirena que despide a los marineros en el mar de Noruega, el tridente de Poseidón, la carroza de Cibeles, los petroglifos que miran a los barrios viejos de Nápoles, las serpientes de dos cabezas que se reflejan desde hace siglos en el mar de Venecia.
En la Plaza Catalunya de Barcelona, la situación no es distinta. Las palomas cubren por instantes el cielo, bajan a picotear entre los parroquianos y vuelan luego hacia el monumento a Colón, para dejarle algún recuerdo sobre las hebillas de sus zapatos de bronce.
Para decenas de inmigrantes peruanos en España, el pichón sigue siendo un plato exquisito. En Perú los palomos son criados en galpones especiales, con maíz morado y entre pajas. Además, se les cucurrutea en quechua, se les mima con marineras y se les arropa para que vayan a dormir al son de un Huayno. Un animal criado así, sabe después a física gloria, en una sopa, o aderezado con algo de lo que da la tierra. No así los pichones de la Plaza Catalunya, que fueron estofados y servidos con tallarines en una ‘pollada peruana’. El resultado es ya un registro hospitalario, lo que demuestra que, necesariamente, ave robada no es manjar exquisito.
Entre nosotros, las gallinas negras y las que son hurtadas en paseos veraniegos, suelen ser, dicen, las más deliciosas. La historia anterior nos dice también que pichón callejero o de plaza, no es igual a uno criado en jaulas de placer. En Salamanca, las palomas son eliminadas con halcones previamente entrenados en raptos de cetrería; los restauradores no contaban hasta ahora con la cooperación de inmigrantes peruanos.
En Cali la situación no es diferente; creo que parte de la ruina y posterior caída de un ala del templo de San Francisco, tiene que ver con la superpoblación de palomas, las mismas que merodean por millares en la alcaldía donde algo maluco hiede desde el 1 de enero de 2020.