El libro era lo que entonces llamaban ‘un tomo’, quizá de Editorial Sopena, una publicación alargada, en formato de historieta, que por entonces llegaba la Farmacia Estrella de Buenaventura, junto a l revista Billiken, El Gráfico de Argentina, Bohemia de Cuba y O Globo de Brasil. A veces me pregunto cómo en una época en la que reinaban los barcos más que los aviones, el mundo parecía más interconectado; Salgari me llegó por ahí, a los 16 años, en la historia del Corsario Negro, un tal Emilio di Roccabruna, Señor de Ventimiglia, noble italiano dedicado a la piratería.
Sandokán, el Tigre de la Malasia, había abierto de todos modos una tronera en la imaginación, a través de una vieja edición que encontré jun to a las aventuras de Tom Sawyer en la biblioteca del colegio, donde era menester hacer turno para leer ‘Un drama en el océano Pacífico’, otra historia de Salgari en la que una adolescente se enfrenta sola al oleaje del mar hasta convertirse en heroína.
El tomo estaba ilustrado con la figura de famosos piratas, y en su prólogo alguien se había permitido hacer una diferencia entre “piratas, corsarios, filibusteros y berberiscos”.
Al igual que Mark Twain, Herman Melville y Joseph Conrad, sé que Salgari tuvo obsesión por el mar, como tantos escritores -una de sus historias lleva por título ‘Aventuras de un marinero en África’- pero él navegó poco, a diferencia de J. Conrad que sí fue un curtido navegante. Quiso ser Capitán de Cabotaje de la Escuela naval ‘Sarpi’, pero no alcanzó el grado. La historia registra que navegó sólo unos tres meses por la costa italiana del Adriático, con recaladas en Brindisi. Al igual que el escritor cubano José Lezama Lima, a quien llamaban “el viajero inmóvil”, imaginó lugares; la selva australiana, el mar Caribe, India.
Gran talento para los títulos; ‘La caverna del diamante’, ‘El rey de la pradera’, ‘La montaña de oro’. Escribía con el propósito de dineros urgentes. Agobiado por las deudas, cometió suicidio y dejó una carta de insultos a sus editores; les pedía que por lo menos pagaran su funeral.
No fue él, desde luego, el primer escritor que debió escribir y crear mundos bajo la presión de la urgencia económica. Debía vivir y poner comida en la alacena y esto lo llevó a imaginar aventuras fantásticas en mares que desconocía, verbigracia el Caribe, todo un baúl de oro y joyas preciosas para cualquier escritor con interés en historias de piratería.
El caso del autor de Paradiso, el enorme escritor cubano José Lezama Lima, fue paradigmático. Vivió toda la vida confinado en su barrio de Trocadero como un Papa silencioso que animaba y orientaba las tertulias del grupo Orígenes, del cual hicieron parte, entre otros, Cintio Vitier y la recientemente fallecida Fina García Marrúz.
Salgari odiaba a sus editores, los mismos que le permitían sobrevivir, pues tenía conciencia de lo poco que recibía por sus creaciones. Esas magras monedas fueron las que hicieron decir a Hemingway en algún momento: “Si confías en un editor, dormirás sobre paja”.
Importante reconocer la tarea de dignificación de los autores que llevó durante toda su vida la editora catalana Carmen Balcells. Cuando se escriba la historia completa del ‘Boom’, -ya José Donoso, el autor de ‘El obsceno pájaro de la noche’ adelantó un estudio muy completo de ese movimiento- ella tendrá ahí un destacado lugar de honor. Como agente o representante de escritores, exigió remuneraciones justas para sus protegidos. Si una editorial aseguraba la publicación de cinco mil ejemplares, ejemplo, estos se cumplían a rajatabla; nada de ediciones superiores o adicionales por debajo de la mesa. La Balcells se llevaba las planchas para la casa y luego reunía a editor y escritor en torno a una enorme sopera de porcelana, ritual con el que cerraba sus acuerdos editoriales.
Los autores latinoamericanos que seleccionó Carlos Barral siempre expresaron su respeto y agradecimiento a la super agente editorial; los herederos de Gabo, el mismo Vargas Llosa, hoy académico en Francia, Julio Cortázar.