Mientras escucho la ‘Danza húngara’ en Carvajal Estéreo y saco una cuchara de la nevera para conjurar un orzuelo -remedio de abuela-, oigo decir que debemos prepararnos para el Armageddon, la batalla final que señala el Apocalipsis.

Como soy también ciudadano de los Estados Unidos de América, me llamarán a filas, en mi condición de reservista. Llevaré el bate de pino, con sus vetas notorias, firmado por una figura de los Yankees, el mismo que viaja en el baúl de mi camioneta por lo que pueda pasar. No tengo armas propiamente dichas y si alguien quiere batirse a duelo conmigo me someto al ritual de los doce pasos en la plazuela de San Francisco y al amanecer.

Es probable que Colombia sea uno de los países más violentos de la tierra, pero es cierto también que es una de las naciones que vive a la espera de una oportunidad para mostrar su infinita ternura: como la cascada de sentimiento y duelo que provocó hace unos años la muerte de la lechuza barranquillera, símbolo del Junior.

En ese día acababa de ver cómo los carros daban reversa aceleradamente en la Avenida Roosevelt; chicos no mayores de 18 años corrían con piedras en la mano. Se trataba de la arremetida de una pandilla rival, que venía, como en una mala película, con puñales en alto, mientras chicas de la misma edad, en uniforme de colegio, gritaban desesperadamente. “¿Qué nos pasa?”, pregunté al chófer del taxi que dobló por una bocacalle, aceleradamente, antes de ser alcanzado por las piedras, mientras veíamos al fondo, a un chico herido, casi remolcado por otros.

Al volver a casa vi al futbolista Luis Moreno dando una patada a la lechuza, en pleno partido. Prensa, radio y televisión se ocuparon inmediatamente del hecho, y las redes sociales de internet colapsaron con mensajes en contra de ese acto salvaje. Pero, el estremecimiento llegó en la mañana del martes siguiente cuando Colombia supo que la lechuza murió. El duelo nacional era tal que por momentos me pregunté si este era el mismo país de la masacre de Bojayá; si era la misma nación donde la indigencia hace malabares en los semáforos y donde un personaje al que llaman ‘El monstruo de los Andes’, que violó y asesinó a más de mil niños, estaba a punto de salir -o salió ya- de la cárcel.

Es claro que el malhadado futbolista tocó un símbolo, y estos, como los mitos, son sagrados. Para los hinchas del equipo barranquillero, ver sobrevolar a la lechuza, era un signo de buena suerte.

Nunca tuve clara, hasta hoy, la diferencia entre un búho y una lechuza. Los búhos, además de llevar unas plumas que semejan orejas, tienen el cuello más corto. La lechuza es más glamorosa y es protagonista, como su hermano búho, de la historia del arte. Símbolo de la sabiduría, rompe con sus grandes ojos la oscuridad de la ignorancia; está asociada a la filosofía, al pensamiento. El Instituto Nacional de Cultura de Colombia, el viejo Colcultura, lo tuvo como insignia, por muchísimos años. La mascota de la diosa Atenea, Glaukopis, era un búho, y es blanca la lechuza de Harry Potter en sus historias mágicas. Recordamos ahora la novela ‘El día de la lechuza’, del italiano Leonardo Sciascia, una de las más célebres historias acerca de la mafia, y en Estados Unidos, Patricia Highsmith la inmortalizó en el best-seller ‘El grito de la lechuza’. Patricia fue llevada al cine con ‘El talento de Mr. Ripley’ obra que narra el poder de suplantación de un ‘parvenue’ en Venecia.

Hay lechuzas copetonas, moras, gavilanas, y una especie que en España es conocida como ‘mochuelo’; no estoy seguro si es la misma que invoca un conocido vallenato, mi favorito.

Los griegos decidieron preservarla en su moneda de 1 Euro; aparece ahí en su ‘vera efigie’, como estaba hace 25 siglos en el tetradracma ateniense. Pero la lechuza además es compañera segura del infortunio, del retorno del invierno; su ulular melancólico acompaña el cambio de estación en el norte. Cuando llegan las lluvias previas al otoño, el búho y la lechuza están ahí para recordarnos que la temporada estival se ha ido. Su canto está al fondo de los ‘blues’, del ‘cakewalk’, de los más hondos ritmos negros del Sur.