Nueva York es siempre esa ciudad donde es posible casi cualquier cosa. Hace muchos años caminaba por Park Avenue y de pronto topé de frente con Donald Trump, después de su última quiebra. A veces ahí la gente corre en alguna dirección, y es para ver de cerca a los actores, a luminarias de Broadway. Para quien va por Manhattan cotidianamente, estos tumultos hacen parte del ritmo de la ciudad, pues aquí siempre están filmando; un documental, una película de acción, algo, y claro, la estrella debe estar por minutos al aire libre. Varias chicas corren hacia los lados de la Universidad de Nueva York, en cercanías de Union Square, y es porque alguien ha dicho que Robert De Niro anda por ahí, o Antonio Banderas, de la mano de su hija Stella del Carmen.
Parece que la curiosidad por la fama es algo inherente a la condición humana. En una isla de famosos, como es Manhattan, a nadie pareciera importarle si Yoko Ono sale a asolear sus canas en el Bowery o si Marc Anthony está dando un concierto gratuito de verano en Central Park, pagado por la alcaldía. Pero esto es solo una lejana percepción, porque un famoso bajo el sol en un bistrot de la Pequeña Italia se convierte rápidamente en carnaza de quienes quieren estar cerca; un autógrafo, un saludo, una palmada en el hombro, algo.
Hace un tiempo iba con mi hija por las calles del barrio Chino, y de pronto, a quién veo, Piero de la Benedictis, sentado en una acera, como cualquier hijo de vecino tomando su ‘lunch’ directamente de una bolsa de papel kraft. No pude evitar sentarme en el andén también y hacerme la foto con el cantante que tanto denostó a ‘los americanos’. Mi hija no entendía quién era ese señor de gafas y pelo entrecano que me preguntó “¿ya te jubilaste?”, porque le expresé cuánto nos gustaban sus canciones en Colombia, “cuando éramos jóvenes…”
A Mariana, Piero debió parecerle un Tiranosaurius Rex, pues veníamos de la catedral del Rock and Roll, del Cbgb, en el corazón del Bowery, de acariciar los mismos micrófonos en los que cantó Patti Smith, y de olisquear por los rincones los últimos residuos de la juerga nocherniega de los Ramones. Creo que la tribu de trajes negros con pelo de puerco espín y correas metálicas supo rápidamente que yo no pertenecía a esa secta; para un salsero como yo, lo único que me hace entrar a una iglesia de estas es el amor filial, pues al salir del Cbgb y recibir la oferta para hacerme un ‘piercing’ en el ombligo y un tatuaje de calavera en el cachete derecho, seguí sin entender…
El otro día topé con una multitud en pleno voltaje, en la calle 49, donde, uno supone, nadie debería exaltarse por ver a cinco metros a Clint Eastwood, o a Angelina Jolie. “Es Pamela, es Pamela”, decían adelante, y me acerqué también a ver qué pasaba. El auto de Pamela estaba rodeado por guardias de seguridad. Entre los intersticios de codos, brazos, cámaras, logré ver la cabrilla de aquella máquina, un convertible dorado, con el tablero de mando y las sillas repujadas en piel de cebra. Quien me acompañaba, me dijo, “es el auto de Pamela Anderson, ella está aquí en la librería firmando su libro y en segundos la veremos…” Pregunté, “¿Pamela qué?” No obtuve respuesta, sino una aclaración más contundente: “La exguardiana de la bahía…” De cuál bahía, insistí, pues bahías hay muchas. Como pude salí de aquella turba fanática y busqué mi tren, pensando, seriamente, que el palo no está para cucharas. “¿No querías ver a la Anderson?”, fue otra pregunta que recibí a quemarropa, mientras miraba al techo del subway. “No”, dije, dándole un sorbo a mi botella de agua, mientras pensaba, para mis adentros, que solo una loba esteparia es capaz de agregar piel de cebra a un coche clásico de 300 mil dólares.
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