Razón tiene Héctor Abad para estar preocupado por la competencia ya no desleal sino sicarial que le ha surgido a los escribas profesionales en Colombia; títulos de libritos cuya temática manejó mejor Hernán Hoyos, en otro tiempo, vienen ahora aderezados con el ingrediente traqueto y sus historias de amor truculento, cruzadas por carros lujosos, joyas, venganzas y ‘torcidos’, como es la denominación que se da en el bajo mundo a los que no respetan las leyes del hampa.
Abad ha sido amenazado con demanda por el autor de un libro que, según dice en reciente columna, se vende más que las putas tristes pirateadas: ‘Sin tetas no hay paraíso’. ¡Qué título! El autor de este best-seller criollo se sintió aludido por la columna de Abad, ‘Escritores hampones’, la cual cobijó también a ‘Popeye’, biógrafo de Pablo Escobar.
Sigo pensando que nuestra literatura empezó y culminó con Gabriel García Márquez, y así será por mucho tiempo. Decenas de escritores de la generación posterior a la suya se sienten ‘damnificados’ y permanentemente hacen congresos, conferencias, foros y festivales, para decirle al mundo que existen, que por favor los lean. El genio de Aracataca puso, sin quererlo, una sombra demasiado grande sobre el resto de los autores nacionales, una sombra que se proyectó no sólo hacia el futuro, sino que alcanzo a borrar todo el Siglo XIX y parte del XX, dejando prestigios como los de Héctor Rojas Herazo y Don Pedro Gómez Valderrama, en sus justas proporciones. Al tigre no le salen más rayas. Fue lo que dio la tierra.
Ahora, una nueva camada de escritores son proclamados por algunas editoriales despistadas como los ‘nuevos valores’ de la ficción colombiana, inspirados todos en sicarios, patrones, matones de folletín, cargamentos de coca, ‘vendettas’; esto también es lo que da la tierra, pero de ahí a considerar que dejarán alguna huella en la historia de la literatura latinoamericana, ya es demasiada pretensión. Sé de lo que habla Abad porque recientemente pude ir por las calles de Cali, viendo lo que pasa en los semáforos, el mundo del rebusque donde ahora los libros sobre corruptelas, mafiosos y paracos, son los más vendidos; junto a ese mercado callejero de ‘novedades editoriales’, piratas o no, y junto a los niños que se adiestran como acróbatas y comen fuego o pasan limones de una mano a otra, también los rebuscadores tiran por las ventanillas vídeos tales como ‘Sardina violada en la Torre de Cali’, o ‘Felación en Pance, en casa de mi tía’.
Es una lástima, pero ‘Las 345 posiciones para convertirse en el amante ideal, el toro de alcoba que usted siempre quiso ser’, se vende más que ‘La tejedora de coronas’, y ‘No nacimos pa’ semilla’ o ‘La verdadera historia del Cartel de Cali’, han vendido en menos tiempo mucho más que ‘María’ de Don Jorge Isaacs.
Lo que da la tierra; al vulgo ignaro, que es mayoría en el mundo, no se le puede pedir que entienda las metáforas de Paul Auster, la poesía de Borges o los cuentos de Carver. Lo que está ocurriendo hoy con la literatura colombiana y la irrupción del bajo mundo en la ficción, es comparable con lo que pasa en otras formas de subcultura. Esta literatura es a la historia de Colombia, lo que el reguetón a la música popular; o sea, nada, puro ruido, vulgaridad y comercio.
Lo mejor que puede hacer un bandido arrepentido hoy en Colombia, es escribir un libro o pedir espacio triple A en radio y televisión para erigirse como rector de moralidad, payaso de turno o árbitro de costumbres, “víctima de persecuciones por parte de una sociedad injusta”; hay un morbo colectivo, una tendencia a creerle, a pie juntillas, a alguien que sale de pronto a decir “hombre, yo maté a más de cien policías, exploté tres aviones, probé todas las drogas, incluidas las de La Rebaja, puse cien toneladas de cocaína en el exterior, pero ahora soy un hombre de bien”… De bien adentro del infierno.
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