Ya decía el poeta Álvaro Mutis que nada es más sospechoso que ver a una multitud puesta de acuerdo para algún fin. “Casi siempre es para urdir una canallada”, decía. Nada más cierto para ser aplicado hoy a los verdes del mundo, esos románticos seres que lloran sobre los árboles talados y las ballenas moribundas. Ellos desean con ardor que no haya más petróleo ni gas, porque si la humanidad cocinó tanto tiempo con leña y recorrió el mundo en carretas tiradas por caballos, por qué no podemos retornar hoy a esa arcadia. Nada de supermercados; salir con un garrote a buscar la comida y traerla al hombro entre la vieja lumbre que iluminó a la tribu.
No obstante, existen otros verdes, de tono alienígena y sudoración ídem, que pasaron ya de la etapa febril a la fanática. Son los que van cada año alrededor de las plazas de toros a gritarles ‘asesinos’ a los taurófilos. Prohíben las corridas de toros, pero a hurtadillas se engullen un steak con papitas. Son la caspa del paseo ecológico. Descendientes directos de los Ayatolas del Bosque, de los enanitos verdes y de los gnomos neozelandeses, llevan su fundamentalismo hasta el vegetarianismo y la macrobiótica y empiezan a ver como criminales a sus parientes, por hincar el diente en un filet mignon o en un filete de pez vela. ¿Por qué? Porque las vacas están ahí para rumiar y para servir de motivo eglógico a los pintores naturalistas, los peces deben ser alimento de otros peces, jamás del Hombre, ese voraz depredador que está acabando con los langostinos. Snif.
No olvidemos el lúcido pensamiento de una ilustre filósofa univalluna: “¿Qué será de la vaca cuando ya nadie quiera más su leche?”.
Ecologistas fanáticos son los que levantan a pata a un jipi, porque le descubren entre sus chucherías un collar de corales, o aquellos que deciden quitarle el saludo al amigo, porque descubren una cabeza de venado embalsamada en la biblioteca del abuelo. Yo tenía una pata de conejo y me tocó esconderla para evitar líos con la nueva inquisición. Estos mismos fundamentalistas fueron los que promovieron un comercial europeo con disparo de fusil a una botella de Cabernet Sauvignon. Qué desperdicio.
Hace un tiempo, los alienígenas colombianos, amparados en la Asociación Verde Vivo, querían boicotear todo lo que oliera a Francia. Siguiendo el ejemplo de los progres españoles que dispararon contra el vino francés, soplaron sus cerbatanas o bodoqueras, previamente untadas de curare, contra el pan francés, el croissant o pan cacho, denostaron la omelette y el queso Gruyere, y hablaron mal de la cocinera de Flaubert y del pinche de cocina del feo y cínico Voltaire (Sin ellos no hubiera sido posible tanta sapiencia). También enfilaron sus armas contra la carne a la normanda, la boullabaise, el caldo de ojo de Jean Paul Sartre, los ensayos de cocina de Brillat Savarin y los guisos experimentales de Paul Bocouse.
Es increíble, pero convencieron a una asamblea de Cotelco de ese boicot, pues en aras del nacionalismo gastronómico lo único que podía estar en la carta hotelera era la changua, el plátano hervido, el caldo de arracacha y el mondongo. Buena manera de atraer turismo.
Preocupado por el retorno del oscurantismo, atesoré los últimos frascos de Agua de Florida de Murray & Lanman que dejara mi abuela y dos o tres trajes León y Campana que luciera mi padre en sus años mozos. Es cuestión de angostarles las solapas. El día que a los Verdes les dé en serio por boicotear a toda Colombia, tendrán que pagar escondedero a peso los compositores de bambucos, guabinas, porros, pasillos y cumbias -remember El Barcino, La guagua, El Caimán, El Ron de Vinola,- huyendo del linchamiento. Son así; como buscan el ahogado aguas arriba, son capaces de meterle candela a Aracataca.