Ahora que Putin se ha vuelto un estorbo para la humanidad con su guerra absurda que lleva ya 280.000 soldados muertos y cerca de 30 mil civiles en la tumba, además de 8 millones de personas desplazadas, he dado en recordar a Muamar Gadafi, acérrimo enemigo de los Estados Unidos y de su presidente Ronald Reagan.
El presidente norteamericano le envió un misil que entró por la ventana de su casa en Trípoli. El artefacto ingresó directamente al comedor del dictador. Se salvó de milagro.
Enviarle un misil teledirigido a Putin es más difícil hoy. Consciente de la aversión que despierta en Occidente y dentro de sus propias filas, vive en un bunker, tiene un probador oficial por el que pasa previamente su comida. Teme ser envenenado, él que aprendió esta manera de eliminar enemigos desde su experiencia en la KGB y como nieto de Spiridon Putin, el cocinero de Lenin y Stalin.
El 6 de febrero de 2011 Estados Unidos celebró el centenario de Reagan quien, en términos reales, fue el verdadero enterrador del comunismo.
Cuando se dio la noticia de su muerte, el 5 de junio de 2004, sus más allegados sabían que en realidad había muerto hacía diez años en su casa de Bel Air, California, en medio del silencio y en la única compañía de su esposa Nancy; una tarde de 1994 ella bajó la persianas que daban al jardín, donde su esposo pasó sus últimas horas de lucidez, apagó la luces de los closets donde se alineaban sombreros y botas cosidas a mano por zapateros de Texas y miró por última vez, en sombras, el perfil de su marido, ahora un hombre callado delante de un plato de avena, con el gesto de quien navegaba ya por los tremedales de la memoria.
Desde entonces, quien fuera el cuadragésimo presidente de los Estados Unidos, permaneció más tiempo dormido. En una entrevista concedida en diciembre de 2003, su hija Patti diría: “Cuando mi padre está despierto, lo cual no es frecuente, mira a veces hacia los árboles que están frente a su ventana”.
Esa fue la imagen que las mujeres de la familia atesoraron, largamente, a la espera del momento final, la misma que guardaron en estricta intimidad. Ningún fotógrafo o reportero pudo consignar en diario alguno el naufragio físico de quien fuera presidente de los Estados Unidos entre 1981 y 1989.
Reagan, famoso por su testarudez y su particular concepto del “sentido común”, no era propiamente un filósofo, ni estadista brillante, ni amigo de escritores y artistas, como Kennedy o Clinton, ni recitador del primer capítulo de ‘Luz de agosto’, de Faulkner, ni preciso en las citas de Thoreau o Whitman. Ahí no estuvo su fuerte; fiel representante del posmodernismo estadounidense, ponderó la imagen por encima de los discursos y se alió con asesores de primer nivel.
Pero, el país conservador (republicano) y no pocos demócratas lo adoraron, pues Reagan puso en la escena política las formas sociales rurales que iban quedando de la enorme nación pastoril, la misma que ya entonces, a mediados de los 80, era enterrada entre zumbidos de Rap, chasquidos Punk, y los desdenes del nuevo nihilismo que sucedió a los hippies. Reagan parecía no enterarse de los cambios del tiempo e iba hasta las granjas de Arkansas para darle tetero a los terneros recién destetados, hablaba con vehemencia ante los sembradores de papa de Idaho, se tastaseaba con los algodoneros de Alabama y se tomaba un bourbon con los maiceros de California. Creía en el campo; era campesino él mismo y hablaba en lenguaje de nativos acerca del futuro del mundo.
Si se miran bien sus ocho años de gobierno, vemos cómo Reagan fue el verdadero ‘enterrador’ del comunismo. Estaba convencido que Occidente debía adoptar políticas globales para defenderse de la amenaza soviética y fue por ello que fortaleció la Otan, y permitió la instalación de misiles de largo y mediano alcance en Europa, los famosos ‘euromisiles’. Aumentó el presupuesto de guerra, lo que se conoció como ‘Guerra de las Galaxias’. La vieja URSS, rezagada, no pudo competir con el alto voltaje que puso Reagan en esa carrera armamentista, y fue obligada, a través de Mijail Gorbachov, a firmar tratados para el desarme nuclear.
El hombre que fuera salvavidas en las playas de California, locutor de radio, capitán de la Fuerza Aérea, actor, gobernador de California en 1966 y 1970 y presidente de los Estados Unidos en 1981 y 1984, fue despedido por 89.000 dolientes, 25 jefes de estado, 14 ministros de relaciones exteriores y 11 expresidentes. El Papa dijo que “tenía un alma noble” y Gorbachov, su perestroiko ‘enemigo’, ponderó su tarea de gobierno.
Nancy Reagan, su segunda esposa después de la actriz Jane Wyman, oró frente a su féretro y le dijo “Adiós Mr. President”. Ella atesoró su segunda soledad en la mansión de Bel Air, el distrito de Los Ángeles, donde miró obsesivamente la película ‘Hellcats of the Navy’, donde ‘Ronnie’ era aún el mozalbete de sonrisa templada que jamás ganó un Oscar.
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