Hace muchos años, cuando iniciaba mi trasegar periodístico y literario, conocí a Raúl Silva Holguín, un historiador de vieja cepa empeñado en salvar para el futuro algo de lo mejor de la cultura caleña y vallecaucana.
Reorganizando mi biblioteca, encuentro en el tomo segundo de su libro ‘El Valle íntimo’, un recetario campesino, vademécum rural donde es posible encontrar remedio para las mismas dolencias de hoy, con una sabiduría tradicional que se niega a desaparecer.
Para la afonía, por ejemplo, Raúl encontró en pueblos y aldeas del Valle del Cauca, esta perla: “Se exprimen tres limones en medio vaso de agua tibia. Se le agrega una copa de ron y tres cucharadas de miel pura…”.
En lo que respecta a la posibilidad de conjurar la agriera, la panacea resulta bien curiosa: “Las agrieras o agruras producidas por acedía del estómago, se curan de esta manera: se recomienda al paciente tomar sus propios orines…”.
Para la amigdalitis: “Llamada vulgarmente agallones, se cura con una gargantilla de cascos de limón alrededor del cuello del paciente; los limones deben estar soasados y calientes…”.
Algo tengo claro y es que no me hubiera gustado ser asmático en tiempos del Valle íntimo. El recetario campesino sugiere dos curas, un poco más noble y risueña la segunda: “El asma y afecciones bronquiales se alejan dando al paciente una cucharada de petróleo. También el caldo de un ave zancuda llamada coclí…”.
La apendicitis tiene un remedio un poco más optimista y risueño: “Es menester tomar un cocimiento de palos de altamisa. Pero también es bueno el polvo de chochos…”(¿?).
De la erisipela dice: “Vulgarmente llamada disipela, se combate sobando la panza fría de un sapo sobre la parte afectada. Se deja morir al animal colgado de la rama de un árbol, para que no riegue el contagio…”. Paz Animal intervendría hoy de manera firme, pues debo colegir que el batracio muere en medio de horribles estertores.
Curar la fiebre entonces, a fines del XIX y comienzos del XX en el Valle del Cauca, era relativamente fácil: “La fiebre baja con fomentos de vinagre de Castilla o recostando al paciente sobre una almohada hecha con ramas de matarratón”. Pa’que vean; ya entonces el matarratón.
La cura de la neuralgia también estaba a la mano: “Bañar al paciente con un cocimiento de hojas de anamú, yerba mala que abunda en las riberas del Cauca. También, puede curarse con emplastos de mantequilla mezclada con perejil”.
Para el Mal de Orina (¿?) quizá un poco más difícil, pues era menester encontrar un grillo negro, para mezclarlo con un caldo de cebolla blanca.
El mal de la sed también estaba en las riberas; bastaba con poner una piedrecita plana, tipo pizarra, debajo de la lengua, “se encuentra en los riachuelos”, acota el recetario. Eran tiempos en que la fatiga se combatía con ramas de altamisa. Quien iniciaba un largo viaje ponía debajo del brazo izquierdo unas ramas de esta planta, y podía caminar varios kilómetros sin conocer el cansancio.
Ojo viajeros; hubo un remedio más eficaz que el Mareol: “Una toma de agua de azúcar mezclada con Agua de Florida. También, papel periódico mojado, sobre el vientre del viajero, cura segura contra el mareo…”.
La hemorragia nasal o epistaxis, tenía una respuesta: “Una plancha fría en la frente de la persona afectada. También, aspirar el humo del maguey o corteza de coco”.
Los orzuelos se iban fácil con una fórmula mágica: “Bolita de algodón en el ombligo del paciente, impregnada con resina de caraña…”.
Las picaduras de insectos se conjuraban con “tres yerbas arrancadas al azar en cualquier breña, y con los ojos cerrados”. También, anota, “hay que agarrar el bicho, destriparlo y poner las vísceras sobre la parte afectada”. Los campesinos decían que todo animal ponzoñoso lleva la contra en su veneno.
En el recetario también tienen solución para “la soberbia”. Dice que lo mejor cuando alguien empieza a hacer pataletas y a mostrar rasgos de soberbia, es suministrarle una poción “mezcla de su propia orina con verbena…” (¿?). Santo remedio.
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