Anteayer desperté con la intención firme de ser mejor persona. Inicialmente le bajé velocidad y fuerza al cepillado. Mi odontólogo aconsejó hacerlo de manera más leve, pues tengo el riesgo de dejar unas coronas descubiertas. Luego, me prometí demorarme menos en la ducha, ese lugar donde el placer del agua hace que la llegada ahí demore hasta media hora. Mejor la ducha francesa.
Esto de disfrutar el café lentamente, de paladear algo de fruta, escuchar el trino de los pájaros, es obligatorio por estos días de confinamiento.
Desde hace muchos años tengo un altar en casa en el que caben por igual Santa Teresa de Jesús, la Doctora de Ávila, patrona de los escritores, la Virgen de Fátima, San Martín de Porres y la Virgen de la Caridad del Cobre. Antes de salir de casa rezo por cada uno de mis muertos, por amigos y amigas, por el trabajo y la salud.
Mantengo una veladora encendida y me limpio así de malos pensamientos; me examino para darme cuenta que no me acosa ni la ira ni el rencor, ni la envidia. Dios me ha dado tres hijos y hasta hoy dos nietos, y tiempo para visitar lugares que solo estaban en mis sueños cuando era niño; he probado todos los platos y las bebidas espirituosas.
Conozco la felicidad del amor y me inspira la Biblia cuando reza: “Si el creador alimenta a las aves silvestres, si viste a las flores del campo con unos colores que envidiaría el Rey Salomón, ¿qué no podrá hacer por nosotros?”.
De Santa Teresa, en un pequeño templo de Alba de Tormes, Castilla, aprendí que uno recibe lo necesario y es menester no afanarse por asuntos materiales o situaciones difíciles: “Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda; quien a Dios tiene, nada le falta. Solo Dios basta…”.
He leído despacio a Cervantes, a Shakespeare y a Borges. He vuelto a Homero y a Maimónides, me deleita el detalle en las composiciones luminosas de Orhan Pamuk, me gusta la poesía de Jaime Sabines y el Nocturno de Mutis, y creo en la prosa española cuando releo a Unamuno, a Rafael Alberti, a Manuel Vicent.
Tengo un balcón con hamaca y una cafetera que hace tinto en tres minutos, un bebedero para colibríes y una fuente de alpiste para canarios de montaña; una biblioteca con ejemplares que seguramente no alcanzaré a leer en el resto de mi vida, y una victrola donde puedo escuchar algo de la mejor música del Siglo XX, además de La Heroica de Beethoven, las piezas profundas de Bach, el Réquiem de Mozart, el mejor Rachmaninov, el sagrado Tchaikovsky.
De cada una de mis mujeres, he aprendido algo noble. De una de ellas aprendí a pegar botones; otra me enseñó las ventajas de la discreción, la prudencia y el silencio; la madre de mis hijas me enseñó a comer con tres tenedores y a poner una mesa, correctamente. Cocino como un chino de Cantón; sé de preparar comida tailandesa y conozco más de siete recetas italianas, incluido el farfalle con atún y alcaparras, y el fetuccini con salsa de whisky.
Mi madre me enseñó todo lo que uno debe saber de comportamiento y cocina del Pacífico. Puedo preparar un sancocho de pargo rojo y un seviche como se estila en Tumaco y Esmeraldas. En Estados Unidos aprendí a ser puntual, a conducir coches y a comunicarme con el mundo a través de un ordenador.
Hablo y escribo inglés correctamente; conozco algo de francés, portugués e italiano; he recibido cuatro premios nacionales de literatura en mi país y acabo de publicar mi libro número 12.
Perdonen que los abrume con estos datos personales, pero es que en breve cumpliré 64 años y, creo, no tengo razones para ser infeliz. Por el contrario, pienso que ha valido la pena esta aventura de la vida, este breve espacio en el que estamos vivos. Si toca repetir, -nada sabemos de la reencarnación- lo haré gustoso.
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