Primer Cuadro. Era el 24 de diciembre de 1965 y como cosa rara había llovido todo el día en el puerto. Llovía tanto entonces que no era posible ver de una acera a otra y para hacerte entender debías subir el tono de la voz para que no fuera apagada por el estrépito de los truenos.
Mi madre se atareaba en la cocina frente a una ventana desde la que se veía el mar y los navíos en la noche; también las cúpulas de la iglesia del Carmen en Pueblo Nuevo. A eso de las tres y media de la tarde el timbre de la casa sonó aceleradamente. Tiramos de la cuerda que iba del segundo piso al portón, manera práctica de abrir la puerta sin tener que bajar, y apareció Perroni, un personaje muy querido, chorreando agua y con una bicicleta al hombro. Mi padre venía detrás quejándose de haber estado casi una hora en el andén de la Monark, esperando un taxi sin esperanza en medio del diluvio: “Afortunadamente apareció Perroni como un ángel…”, repetía, mientras este ayudaba a quitar unos cartones emparamados que venían sobre la bicicleta, la segunda que llegó a casa, después de una infantil que mi padre compró en un barco alemán.
Mientras Perroni saboreaba su plato de natilla con dulce de coco, fui hasta la cocina y le pregunté a mi madre, algo que sabría años después en la canción del poeta Andrés Eloy Blanco: “¿Mamita, hay ángeles negros?”.
Segundo Cuadro. Era el 24 de diciembre de 1998. Habíamos decidido retirarnos temprano a dormir, de una manera que solo conocía en los dibujos animados: con sombrero de lana, medias, pijama térmica. Afuera pasaba el viento del norte y el sueño llegó entre la voz soporífera que transmitía ecos de viejas navidades, amenizados por la voz de Sara Vaughan, Louis Amstrong, Frank Sinatra, Tony Bennet. Por alguna circunstancia, entre una canción y otra, se dejaba escuchar el crujir del hielo, como si alguien con unas botas enormes avanzara por un sendero invernal.
Recordaba las Navidades en Colombia, y pensaba cómo estaría mi casa, en llamas, con la alegría contagiosa de tanta familia. Había decidido cabecear ya hacia el sueño infinito, cuando escuché un coro cercano. Fuimos con una linterna hasta la ventana, para no despertar a nadie, y lo que apareció ahí fue una postal viva que no he podido olvidar. En medio de la nieve, con libros abiertos, un coro nos regalaba una canción de Navidad. La media luz que llegaba hasta ellos, hacía más nítidos sus rasgos. Lo que había parecido una noche para olvidar, se iluminó de pronto en el cielo de Toronto.
Tercer Cuadro. Afuera pasaban las carretas tiradas por caballos percherones; de sus trompas se escapaban vaharadas de vapor y a lo lejos luces como cocuyos entre lo que debía ser la Antártida. Debía ser la víspera de Navidad de 1999. Estábamos frente al hotel San Luis y una dama nos recomendó dejar las botas en un espacio abierto en la recepción, y a cambio nos dio unas zapatillas de cartón para ingresar. Desde la calle hasta la puerta del hotel, se atareaban varios obreros para mantener una tronera o túnel que bien llegaba hasta la cintura. Los pasamanos estaban decorados con hojas de acebo y frutos rojos. Por cada mesa iba una soprano, lámpara en mano, recordando antiguas ceremonias vestales.
Era el lugar más al norte donde estaba por primera vez en mi vida; en la noche anterior, al pasar por el Vieux Montreal, escuché la voz de Charles Aznavour entre los bistrots nocturnos e ingresé a la tienda de música para buscar ese disco que repetía en francés canciones que conocía desde hace mucho en español. Ahora, en esta París antártica, en la Canadá francesa, Quebec me sonreía con todos sus dientes de hielo. Yo le devolvía el gesto con el calor propio de mi corazón Pacífico.