La inteligencia artificial es un poco como las flores artificiales, bellas, perfectas, duraderas, pero sin la textura, el olor y la fugacidad de las flores naturales. Una rosa es una rosa.
En el fondo es un asunto mecánico que permite organizar una gran cantidad de información sobre un tema específico de modo que se pueda obtener una respuesta documentada, lógica y razonada sobre él.
Se reemplaza la ardua labor de búsqueda (que ya había sido facilitada por la internet), de lectura y de raciocinio, que permite a una persona corriente producir un texto original. Solo que el resultado no es tan original, sino por así decirlo un texto mediocre, estandarizado, como hay tantos, que puede ser de utilidad para hacer un ensayo, una conferencia, una tarea, una exposición, una columna de periódico, pero al que le falta la chispa de la vida.
La inteligencia artificial reemplaza en buena parte lo que la teoría de las inteligencias múltiples denomina inteligencia lingüístico-verbal e inteligencia lógica-matemática, el mundo de la palabra y de los números, pero deja por fuera lo que quizás sea la esencia de una verdadera inteligencia: la capacidad de adaptarse y expresarse en el mundo no solo a través de las palabras y los números sino de las relaciones humanas, de las emociones, del arte. Sin embargo, el mundo imaginado como una fantasía donde un robot pueda pensar por uno, ya es una realidad en la cual los grandes competidores de la informática inician su lucha por el mercado.
El asunto, para quienes sean lo suficientemente inteligentes para entenderlo, es como sigue: OpenAI, una empresa de inteligencia artificial (AI) creó la aplicación ChatGPT utilizando una tecnología conocida como grandes modelos lingüísticos, LLM, apoyada por Microsoft, que la integra en su motor de búsqueda Bing, así como en el navegador Edge, manteniendo en secreto el código de programación.
Meta, que es la dueña de Facebook, para no quedarse atrás creó su propia tecnología, Llama, como un modelo más pequeño y de mayor rendimiento diseñado para ayudar a los investigadores a avanzar en su trabajo, compartiendo el código de programación. Google, entra a la palestra con su propia AI linguística, que se llama Bard (poeta). O sea, la toma de la sociedad del conocimiento por la inteligencia artificial.
Las eventuales víctimas de estos avances son los falsos eruditos, puesto que la información más especializada ya está disponible, comparable y presta a sacar sus propias conclusiones; y las burocracias de todos los pelambres, porque los procedimientos administrativos, incluyendo las diferentes opciones a tomar en situaciones particulares, ya están predeterminados. Los beneficiados son esos mismos porque su trabajo se reduce al mínimo. Se puede vislumbrar una disminución de catedráticos prestigiosos y de burócratas celosos de entregar sus vistos buenos a procedimientos interminables.
Queda por desplumar el asunto de las tareas investigativas. ¿Cuál es el límite permitido para un investigador en su inmersión en los modelos lingüísticos sin cometer plagio? ¿Hasta qué punto son confiables sus resultados, puesto que las aplicaciones trabajan con el material con que se les alimente? Esto último igualmente aplicable al cerebro humano que trabaja con la información disponible, se equivoca mucho, pero aprende de sus equivocaciones, a veces abriendo nuevos caminos.