Tres películas que fueron nominadas al Oscar de la Academia de Ciencias Cinematográficas de Hollywood 2022, de impecable factura, son también un acabado examen de la gran tragedia personal de los humanos en nuestros días: el triunfo de la soledad. Esa cosa íntima, omnipresente, arraigada, que desafía los avances de la medicina, la psiquiatría, la sicología, la sociología y la modernidad.
El Imperio de la Luz (Empire of Light), de Sam Mendes; Los espíritus de la Isla (The Banshees of Inisherin), cuya traducción exacta debería haber sido Almas en Pena de Inisherin), de Martin McDonagh; y La Ballena (The Whale), de Darren Arononofsky, son tres historias demoledoras, sin esperanza, con una angustia sorda de náufrago que se aferra a cualquier madero, situadas en distintas épocas y lugares del mundo anglosajón, para decir cómo están de solas esas personas rodeadas de derechos y oportunidades, pero tan miserables que solo inspiran compasión.
El Imperio de la Luz, que se sucede en un antiguo cine en decadencia estilo Art Deco, en una ciudad costera de Inglaterra en los años 80, es la historia de una mujer de mediana edad, cada año de su vida marcado en un rostro desolado (Olivia Colman), administradora del lugar, y de su amante, un apuesto joven negro que llega como acomodador. Pero no es una historia de amor, sino un ejercicio para demostrar lo inadecuado de la pareja, su diferencia de edades y de raza, en un medio pequeño burgués permeado por el racismo. Es para ella como un paréntesis de luz, fugaz, en una vida sin importancia y sin afectos.
Los Espíritus de la Isla, que se sucede en una isla imaginaria, pequeña y aislada, de la costa oeste de Irlanda en los años 20, con el fondo de los cañonazos de la guerra civil que sucedió a la creación el Estado Libre Irlandés, es la historia de dos amigos, uno de los cuales, músico, que se cree artista, decide terminar su amistad de toda la vida con el otro, a quien de pronto encuentra poco interesante.
Para Padriac (Collin Farrell), un ser simple, elemental, como el austero y helado paisaje de la isla, es una ruptura que destruye su alma. El asunto se resuelve en una serie de episodios extravagantes, brutales, inútiles, que no rescatan la amistad, pero dejan al desnudo que el aislamiento de la isla también es el de cada uno de sus escasos habitantes, que parecen deambular como almas en pena (banshees) en vidas vacías.
La Ballena es un título mordaz, cruel, pues se refiere tanto a Moby Dick, la ballena blanca, de Herman Melville a la que se hace continua referencia, como al tamaño grotesco de su protagonista, Charlie (Brendan Fraser), un profesor de literatura de obesidad mórbida, cuyo amante ha muerto, avergonzado de sí mismo, que da clases virtuales a sus alumnos, con su pantalla apagada.
Es una historia claustrofóbica, donde la inmovilidad física del personaje es solo comparable a su soledad. Un ser que se ha echado a morir por falta de amor. Una historia contemporánea, en la cual un ser educado y culto se construye su propia prisión infranqueable, que se libera con la muerte.
Lo que hay de común en las tres películas es la soledad. En el aislamiento de Inisherin, en las redes sociales, en la vida cotidiana, entre poca gente o entre multitudes, en la fama o en el anonimato, la soledad es como un virus. Quizás la verdadera pandemia de nuestro tiempo. ¡Ay, la soledad!