La venta del periódico El País al Grupo Editorial Semana marca el fin de una era: la de los diarios impresos de carácter regional, creados con fines políticos, convertidos en exitosos negocios comerciales, lentamente desplazados por otros medios de comunicación y finalmente por las redes sociales.

Lo que termina es un modelo de negocio, el tránsito brutal de un medio impreso a uno digital, que hoy parece requerir de un músculo financiero enorme, ajeno a él, que lo subsidie; lo que permanece es un patrimonio social que vale solo en la medida en que sea garantía de democracia, de libertad de expresión independiente y crítica frente a las realizaciones, los abusos y las veleidades del poder.

El País nace, como tantos otros periódicos desde la invención de la imprenta, para apoyar la causa política de una parte del Partido Conservador, del cual don Álvaro Lloreda era un ilustre miembro en una ciudad liberal, o sea con una vocación minoritaria. Pero pronto, al convertirse en una fuente de información general y comercial casi monopólica, abre sus puertas a todas las tendencias políticas, manteniendo una línea informativa y editorial equilibrada, que se permaneció a través de los años de manera impecable, lo cual es el principal crédito de sus sucesivos directores.

No es aventurado decir que el éxito empresarial y periodístico de El País se debió al manejo ponderado de esos criterios, y su continuidad depende de mantenerlos, con enfoque regional y color local.

Editar diarios impresos ha sido siempre una labor de gigantes. Recoger la información, diagramarla, imprimirla, repartirla. Cada día esperando acertar en las noticias de primera página, en la pertinencia del editorial, en el balance entre la información internacional y las noticias locales, apremiados por la hora del cierre, trabajando cuando los demás duermen. Cada día empezando de cero.

Quienes conocen la industria editorial y saben cómo es de lento, engorroso e ingrato el oficio, no dejan de asombrarse de la velocidad con que se editan los periódicos, de ese esfuerzo descomunal y de su fugacidad. Los avances tecnológicos facilitaron la tarea casi hasta volverla impersonal. En la era digital un diario puede hacerse y publicarse casi sin salir de casa y lanzarse a la audiencia de la nube que es el universo entero. Quedan lectores de diarios impresos, una especie en vías de extinción, a quienes se les hace aún el costoso homenaje de echarlos todos los días debajo de la puerta; y la nostalgia de los tiempos idos.

Esa nostalgia es parte de la vida de muchos de quienes por años hemos gozado del privilegio de escribir en las páginas de El País, obligados como estamos ahora a trabajar con los instrumentos de la globalización.

Cómo no recordar el ruido de las máquinas de escribir en la sala de redacción, la grata labor de llevarle una columna escrita a máquina a Jorge Arturo Sanclemente, quien con su caballerosidad y gentileza sin par hacía sus personales observaciones sin asomo de censura; la siempre amable acogida y disponibilidad de sus directores Rodrigo, Álvaro José y Francisco Lloreda y Eduardo Fernández de Soto. Y el coraje de María Elvira Domínguez para afrontar la tempestad final, salvando la empresa, su nombre, ese patrimonio que es de todos los vallecaucanos, al precio de dejarla en otras manos. El fin de una era y el comienzo de otra que esperamos sea propicia.