Iván y Mikhail Morozov eran dos ciudadanos rusos, millonarios y obesos, que murieron muy jóvenes, 49 y 33 años respectivamente. Herederos de una enorme fortuna en la industria textil, educados en Suiza, francófilos como toda la aristocracia y la oligarquía rusa de entonces, sus fábricas terminaron en 1918 en poder del gobierno soviético y sus propiedades también. Nada novedoso porque le sucedió a todo el mundo. Sólo que entre esas propiedades estaba la más grande colección de arte de impresionistas y posimpresionistas franceses, fuera de Francia. En once años Iván compró 278 pinturas y 23 esculturas por las que pagó un millón y medio de francos. Mikhail alcanzó a comprar 39, que fueron donadas por su viuda a la galería Tretyakov. En un gesto de generosidad el gobierno bolchevique nombró a Iván curador de su propia colección en su propia casa, que pasó a llamarse Segundo Museo de Arte Occidental. Pero los hermanos, glotones y amantes de la buena vida, sabiendo lo que les venía pierna arriba pudieron escapar a Francia, a tiempo.
Stalin, que no sabía nada de arte e impulsaba los horrores del arte socialista, heroico, propagandístico, mediocre, condenó las obras al olvido. Alguna alma caritativa tuvo sin embargo la precaución de sacarlas de Moscú cuando se aproximaban los alemanes y fueron a parar a los montes Urales almacenadas sin mayor cuidado a 20 grados bajo cero. Luego de la muerte de Stalin, las obras que habían sido repartidas entre el Hermitage de San Petesburgo y el Museo Pushkin de Moscú, fueron recuperando sus espacios. Putin, conocedor de la importancia de la colección, decidió que era el momento de su retorno triunfal a Francia.
El anfitrión es el Museo de la Fundación Louis Vuitton, diseñado por Frank Gehry, que parece un barco con las velas desplegadas en medio del Jardín de Aclimatación del Bosque de Bolougne, en el corazón de París, financiado por la organización Lvmh de Bernard Arnault, el hombre más rico de Francia, quien preside sobre un imperio de lujo extremo: Louis Viutton, Moet, Hennessy, Christian Dior, Pucci, Fendi, Givenchy, Loewe, Guerlein, Bulgari y otras 70 marcas por el estilo. O sea, se juntan los nuevos millonarios franceses con los viejos millonarios rusos para dar asilo a los artistas de fin de siglo, cuyas obras valen hoy millones y que no tenían ni para el almuerzo.
Los críticos resaltan la visión de los hermanos Morozov que compraron las obras cuando los artistas eran poco conocidos. En la galería de Amboise Vollard, que le gustaba ayudar a los desvalidos, y en otras, se acumulaban obras que fueron del gusto de los Morozov. Entre ellas 17 obras de Cezanne, a quien Iván amaba. Pero también Sisley, Monet, Pisarro, Renoir; los artistas modernos de la Escuela de París, Signac, Bonnard, Matisse, Vuillard, Picasso; y los desnudos de Rodin y su amante infortunada, Camille Claudel, que terminaron en el palacete de la calle Preschistenka, en Moscú. Entre los once cuadros de Matisse se destaca el famoso tríptico Marroquí, mezcla de cubismo, colorido del mediterráneo y decoración árabe. En la sala de música, reconstruida en la exposición, los inmensos murales de Maurice Denis, de la escuela Nabis, y las esculturas de las cuatro estaciones de Aristide Maillol. La exposición es el evento cultural del año en París. Se abrió la semana pasada y no hay que ir porque viene a nosotros: está en YouTube.