Cuando Mario Vargas Llosa escribe su ensayo sobre Gustave Flaubert y Madame Bovary, lo titula La Orgía Perpetua, que es la del escritor con el lenguaje. Flaubert, cuya vida sexual es un enigma, estaba enamorado de las palabras. Madame Bovary es una historia ordinaria: una mujer provinciana insatisfecha, esposa de un médico mediocre, con la cabeza llena de ideas románticas y una bolsa escasa, que se echa encima un par de amantes y se suicida agobiada por las deudas.
Flaubert toma esa historia de un suceso real y la convierte en una joya literaria. Cada frase tallada con precisión en un proceso de años. Es el idioma francés el protagonista. “Madame Bovary soy yo”, dijo alguna vez, porque él era el creador de esas páginas perfectas de la literatura realista sin rastro de romanticismo, donde las palabras se ajustan como un guante a la dureza de la narración. Así que la secretaria perpetua de la Academia Francesa, de 93 años, tiene razón al decir que Vargas Llosa, quien no ha escrito en francés, ha contribuido con ese libro, donde disecciona la estructura y el estilo de la obra, más que muchos franceses al conocimiento del idioma, razón por la cual lo han recibido como miembro vitalicio de esa institución.
La Academia Francesa, fundada en 1635 por el Cardenal de Richelieu, tuvo en ese entonces la misión de reglamentar la lengua francesa como parte del proceso de unificación de una nación feudal llena de dialectos. En la integración de un Estado nacional lengua y religión uniformes eran indispensables, como lo pueden atestiguar protestantes y albigenses.
Sus miembros son cuarenta, elegidos a perpetuidad por cooptación. Se llaman a sí mismos los inmortales, aunque aparte de algunos muy famosos poco se les recuerda. Sesionan bajo la cúpula de la antigua capilla del Instituto de Francia, diseñada por LeVau en 1795. Hay pues algo de sagrado en ese exclusivo club: unos inmortales bajo una antigua cúpula de iglesia.
Su principal función es la expedición del diccionario de la lengua, cuya novena edición se prepara sin ninguna prisa. Solo que el idioma evoluciona mucho más rápido que los diccionarios, de modo que el francés cotidiano y el del mundo francófono, se habla a toda velocidad, contra la gramática, y se cree que el 10% de los franceses no usan más de cien palabras y el 50% desconoce las normas gramaticales. Es pues un club muy honorífico de la Metrópoli para gente culta. No hay hoy entre sus ilustres miembros ningún lingüista.
En su discurso de acogida, leído con dificultad, Vargas Llosa, muy elegante en su uniforme negro bordado con ramas de olivo, se refirió a la importancia de Francia en la cultura latinoamericana; a París, como la meca de los escritores e intelectuales latinoamericanos, donde él descubrió otra cara de Latinoamérica; a la obra del quien ocupaba su silla, el filósofo Michel Serres, muerto en 2019; a Francia como una tierra de libertad y sobre todo, a la importancia de la literatura francesa como un espacio de libertad, en el cual sus novelistas han podido crear obras perdurables, fustigando injusticias y dictaduras. Las dos obras que el propio Vargas considera sus más acabadas: Conversación en la Catedral y la Guerra del Fin Del Mundo, son también las de más hondo contenido político, cumpliendo a cabalidad la misión que le atribuye al novelista, especie en vías de extinción, que hoy lo ha elevado a los altares, bajo la cúpula.