En 1922, Hugh Grosvenor, segundo Duque de Westminster, le vendió al millonario norteamericano Henry Huntington el retrato que Thomas Gainsborough había pintado de un adolescente vestido de azul, que era a la sazón el cuadro más famoso de Inglaterra. Huntington, quien había hecho su fortuna en los ferrocarriles era uno de los hombres más ricos de Estados Unidos, como lo era el Duque en Inglaterra. Pero ni el Duque pudo resistir la oferta de más de 700.000 dólares, que hoy serían como 20 millones, y el cuadro fue a parar a la Biblioteca Huntington en California. Fue en su momento la pintura más cara del mundo.

Para el público inglés fue una tragedia. La Galería Nacional de Londres lo exhibió en enero de 1923 por tres semanas antes de su partida y 90.000 personas fueron a despedirlo. Un siglo después, exactamente, ha regresado en préstamo a la Galería donde estará hasta el 15 de mayo. El cuadro, de gran formato, es supuestamente el retrato de Jonathan Buttall hijo de un rico comerciante y fue pintado en 1770. Vestido a la usanza del Siglo XVIII, la pose y la figura del joven tienen algo de femenino: sedas y encajes, zapatos con cintas, gran sombrero de plumas.
Y el azul que lo hizo famoso contra la mejor opinión de Joshua Reynolds el otro gran retratista de la época y presidente de la Real Academia, quien pensaba que Gainsborough era un pintor descuidado y que el frío color azul solo debería aplicarse al fondo del cuadro y al paisaje.

Gainsborough le rinde en realidad un homenaje a Anthony Van Dyck el pintor flamenco que terminó sus días en Londres como pintor de la corte de Carlos I, en el Siglo XVII y creó todo un estilo de refinamiento para los retratos de la aristocracia donde la pose y el traje lo eran todo.
Gainsborough recoge esa tradición inglesa del retrato elegante en el Siglo XVIII y Thomas Lawrence la retoma en el XIX, con su Niño Rojo, vestido de terciopelo. Ya en el Siglo XX, Lucien Freud, nieto de Sigmund, la convierte en otra cosa. Sus retratos son implacables, con las marcas del tiempo en los rostros y los cuerpos deformes, desnudos, rotundos, casi en descomposición. Ni la Reina Isabel II se libra de ese examen atroz, su rostro envejecido bajo la corona.

Hay un abismo y doscientos años de distancia entre Van Dyck y Freud. Hoy es muy difícil de entender cómo esos caballeros empelucados, maquillados, vestidos de sedas y encajes, con zapatos de tacón y cintas, que impuso la etiqueta del Rey Sol en Versalles, eran al mismo tiempo los guerreros más valientes de Europa. Esa moda se extendió junto con el poder francés y su refinamiento, por todas partes. Hombres como pavos reales.

El encanto del Joven Azul es otra cosa. El público inglés que en el Siglo XIX lo conoció bien pues la familia Grosvenor lo prestaba para diferentes exhibiciones, lo encontró adorable. Y una vez lanzado a la fama internacional el grueso público compartió esa opinión. Y es que hay algo encantador en el refinamiento de la pose, en el lujo de la indumentaria, en la inocencia de la mirada, en la conciencia de su poder y su belleza; en la capacidad para resumir en una imagen, con el manejo perfecto de una técnica, la quintaesencia de una época, que permanece en el tiempo, lo cual puede ser una afortunada descripción de lo que es el arte. De nuevo, un siglo después, hay colas en la Galería Nacional.