Esta semana soñé con Henry Delgado, editor de economía de este diario y gran amigo de todos, que falleció con 57 años y muchos planes por delante. En el sueño Henry estaba feliz, dichoso, saltaba, reía, me abrazaba, todos lo mirábamos sonrientes y sorprendidos en la redacción.
No es inusual morir joven, basta leer las noticias: a una niña de 7 años le acaban de encontrar cáncer de seno, a un joven de 17 años lo acaban de diagnosticar con Alzheimer, y todos los días se entera uno de la aleatoriedad del final.
Los cálculos son nada ante la inminencia de la muerte. No se lleva uno la pensión que con persistencia abonó, no se lleva la indemnización del despido que temió, no se lleva la liquidación que nunca llegó, no se lleva los días de vacaciones que postergó, no se lleva los fines de semana acumulados que no disfrutó, no se lleva los ahorros que acumuló ni se cumplen los escenarios temidos que -por sustracción de la materia que es uno mismo- ya no ocurrirán.
Lo real es el tiempo. El tiempo que tenemos, el que nos queda, el que desperdiciamos en resentimientos, el que posponemos, el que no usamos, ese sí que es el recurso más importante de todos. Con el tiempo se gana dinero. Pero con dinero no se compra más tiempo.
Leo por estos días ‘Al final, asuntos de vida o muerte’, las memorias del neurocirujano británico Henry Marsh, quien ahora se ha convertido en paciente de cáncer y enfrenta su propia enfermedad, así como el deterioro inexorable de su cerebro a causa de la edad.
Confiado en su buena memoria y relativa buena salud, Henry Marsh se sometió a un escaneo cerebral, y descubrió con horror signos de daño isquémico, microangiopatías, y expresa sin edulcorar la píldora: “Mi cerebro estaba empezando a pudrirse”.
Meses después le diagnosticaron cáncer, y desde su nueva perspectiva (la del paciente, ya no la del médico) reflexiona sobre la vida, la muerte, el cerebro.
Quizá lo que llamamos “Yo”, no es más que la actividad electroquímica de ochenta y seis mil millones de neuronas, sumadas a “quinientos mil kilómetros de cables que conectan las neuronas entre sí en unos empalmes llamados sinapsis, más que la distancia entre la Tierra y la Luna”, explica Marsh.
Ciento veinticinco billones de sinapsis tiene nuestro cerebro, que si fueran ladrillos “apilados uno encina de otro llegarían mucho más allá de Plutón y del sistema solar”, añade.
Lo que llamamos gozo, placer, amor, odio, es ante todo química y electricidad, interactuando en una danza elegante y misteriosa que tardaremos mucho más en comprender y explicar.
Estamos vivos, vaya milagro, tanto que nuestros muertos viven dentro de nosotros, y a veces soñamos con ellos.
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