Ahora que los candidatos a la Alcaldía de Cali empiezan a desplegar su estrategia de comunicaciones, sorprende encontrar la trillada referencia al deseo de volver a ser la Cali de los años 70.
Entiendo que puede resultar estratégico jugar con esa nostalgia, agitarla en cierto sector del electorado, en especial el más adulto.
Sí, en los años 70 el civismo era un valor de la ciudad, y coincidió con el surgimiento de un puñado de portentosos artistas y líderes cívicos; los Juegos Panamericanos llevaron a Cali a exigirse al límite para el reto planteado, lo que la conduciría a una modernización sin precedentes para esa época.
Reitero. Sin precedentes para ‘esa’ época. Para ‘esa’ época sin globalización, sin Internet, sin apertura económica, sin los retos migratorios, ambientales y de género que plantea el presente.
Pero los ‘valores’ de los años 70 no habrán sido tan claros, ni tan bien puestos, ni tan sólidos, cuando buena parte de la sociedad vendió su alma al narcotráfico en las décadas venideras.
Muy cívicos los años 70, pero también muy racistas, muy machistas, muy pacatos, muy clasistas, muy feudales, muy esclavistas. De llamar humilde al pusilánime. De llamar leal al explotado. De llamar prohombre al repartidor de migajas.
Años de no arrojar el papel a la calle. Años de hacer fila para el bus, pero también de perpetuar una inmovilidad social vergonzosa, de tugurizar las laderas a cambio de votos y de ventilar rancios abolengos en la cara de los que, luego, encontrarían una ruta más corta y sangrienta para emular sus privilegios.
Muy cultos los años 70, pero también de caballos reventados en cabalgatas etílicas, de disparos al aire, de pólvora marcada en rostros de niños; de pintores, fotógrafos y músicos que luego corrieron a alegrar las paredes, los álbumes de fotos y las parrandas de los narcos.
Tan hermosos habrán sido los años 70 que Andrés Caicedo, visionario, prefirió suicidarse en 1977 anticipando el devenir de tan ‘excelsos’ valores sociales.
No. No se puede ser alcalde para omitir las décadas que no nos resultan halagüeñas, ni para construir un discurso que selecciona con pinzas lo más agraciado de lo que somos.
Mejor un alcalde que comprenda el pasado, sin negacionismos y, en lugar de darnos cucharadas de ‘autoestima’ barata y pasado edulcorado, en lugar de aspirar a un nuevo parroquialismo, en lugar de empezar desde temprano a excusarse en regionalismos, nos convierta, no en lo que fuimos, sino en lo que debemos ser.