Se llevó a cabo un acto académico en la Javeriana en Bogotá en homenaje a Rodrigo Lloreda Caicedo al cumplir 25 años de fallecido. Comparto algunas de las reflexiones deshilvanadas de ese día.
No soy objetivo cuando se trata de mi padre. No porque careciese de defectos, pues los tenía, o coincidiésemos en todo. Se me dificulta separar, escindir, su travesía existencial del sentimiento que nos unió y que me une a él en la distancia del tiempo y el espacio. Era un ser humano maravilloso, especial: como padre, hermano y miembro de familia. Y en su amor y compromiso con Colombia, este puñado de tierra que quieren destruir.
Todo lo que hizo tuvo un fin: contribuir, con sus capacidades y limitaciones, a forjar un mejor país como muchos colombianos, y los aquí presentes. En especial una Colombia más justa en lo social. Le interesaba genuinamente la gente, su vida, sus angustias e ilusiones, en particular la de los más humildes en los barrios populares y en las veredas olvidadas; escucharlos, conocer a sus familias, sus necesidades, y tratar de ayudarlos.
No hacía nada a medias. La mediocridad no iba con él. Era riguroso y perfeccionista. Al revisar un proyecto de ley, un artículo, preparar una conferencia, cuidaba cada palabra. Era muy disciplinado y exigente. Y transparente, diáfano, sincero. Si algo lo enfurecía era que le mintieran. Valoraba la palabra y confiaba en la gente. No aceptaba el engaño. De ahí su integridad: era de una sola pieza, honesto y coherente en sus ideas, su palabra y su actuar.
Murió joven, de 57 años, y han transcurrido ya 25 años de su fallecimiento. Le rindió la vida e hizo mucho. Cuánto más no habría logrado de no ser por esa maldita enfermedad, que conozco y que muchos conocen, que minó su capacidad de lucha y no le dio tiempo de cumplir todos sus sueños; luego la padecería María Eugenia, su esposa, acrecentando el vacío; “ella es lo mejor que me ha pasado en la vida” nos dijo, al recordarla.
No es fortuito que estudiara en la Universidad Javeriana. Atendió prácticamente toda su vida a instituciones de la Compañía de Jesús en el país y el exterior. Lo que sin duda contribuyó a esculpir en él desde joven una impronta indeleble: su sensibilidad social, verticalidad, sentido crítico y el respeto a los demás así no compartiera sus ideas. Era sí, un defensor acérrimo de los principios democráticos, de la libertad y el orden social.
Cuando pensamos en personas como él, incorruptibles, preparadas y con experiencia, es costumbre decir “cómo hacen de falta”. En su caso, como el de muchos que ya no nos acompañan, no es un lugar común, es una realidad. Más cuando vemos el país por el que se esmeró descuadernado forcejeando en la incertidumbre, sin un horizonte claro, en medio de rencillas entre quienes no deberían tenerlas, asfixiado en vanidades políticas.
Este encuentro cobra especial significado si contribuye a que seamos más conscientes de que Colombia ha contado y cuenta con gente extraordinaria; preparada, honesta, con experiencia. Debemos ser exigentes, no hay razón para confiar el destino de la patria a cualquiera. Se perdió el respeto por la dignidad presidencial, se perdió el respeto por el país, es decir, por los problemas de la gente, y en uno de los momentos más complejos.
Finalizo con un mensaje que creo mi padre nos transmitiría: Hay futuro. Por una razón: independiente del rol que cada uno ha escogido en la vida, sea en el sector público o privado, no podemos ser inferiores a las exigencias del presente. En la vida, mientras más oportunidades mayores son las responsabilidades. El desasosiego es la renuncia a la esperanza, la pérdida de confianza en nosotros mismos, es decir, en el ser humano.
Rodrigo Lloreda Caicedo fue un gran colombiano. Recordarlo y honrarlo tiene sentido si su pensamiento, sus ejecutorias y legado, y su muerte prematura, no fueron en vano.