La violencia sigue enquistada en el Valle del Cauca, como lo demuestran los 1037 homicidios cometidos en lo que va del presente año, 20 más que en 2023. Es el crimen en sus diferentes modalidades que no amaina, así los cabecillas de los grupos delincuenciales estén tras las rejas, mientras organizaciones armadas ilegales buscan cómo incursionar en zonas que son de interés para sus negocios ilícitos.
Para el comandante de la Policía Valle, coronel Giovanni Cristancho, en cada municipio “hay un problema propio”, pero en general los asesinatos obedecen a ajustes de cuentas entre estructuras herederas del narcotráfico, que además hoy son las que manejan la venta al menudeo de estupefacientes, es decir el microtráfico. Por eso, en sus palabras, en el Valle “se puede decir que asesinan a alguien por una papeleta” de droga.
Ese es el mal mayor de la violencia en el departamento, pero están los otros, como la extorsión, que se administra desde las cárceles. Se debe reconocer que el trabajo articulado entre la Fuerza Pública, las autoridades locales y las regionales ha permitido la captura de buena parte de los cabecillas de los grupos delincuenciales que operan en ciudades como Tuluá o Buga. Pero el esfuerzo es en vano porque desde la cárcel los detenidos siguen manejando los hilos de la criminalidad.
La responsabilidad recae sobre el Inpec, incapaz de hacer cumplir la ley al interior de las penitenciarías colombianas, por igual las de máxima, mediana o baja seguridad. Mientras no se imponga el control debido, el delito seguirá administrándose desde el sistema carcelario nacional.
Preocupa, así mismo, el regreso de grupos alzados en armas como el Eln o las disidencias de las Farc, así como los intentos del crimen organizado, entre ellos el Clan del Golfo, por tomarse zonas del Valle del Cauca que son estratégicas para sus propósitos. Ayer las comunidades campesinas de Pradera, asentadas sobre la Cordillera Central, manifestaban su preocupación por los recientes asesinatos cometidos contra líderes de sus comunidades, e igual ocurre en el resto de esa zona montañosa, desde el sur de la comarca hasta Cartago.
La calma que hoy vive en apariencia Buenaventura, por la tregua prorrogada entre Shottas y Espartanos, podría romperse en cualquier momento, con las consecuencias que ello de nuevo traería para la principal ciudad sobre el Pacífico colombiano, donde es evidente la disminución en las estadísticas de la criminalidad durante el último año. La estabilidad que pareciera vivirse en el casco urbano, contrasta con lo que sucede en zona rural, donde esas estructuras se enfrentan en busca de controlar el territorio.
Hay que reconocer, sin duda, el trabajo que adelantan la Policía y el Ejército, en unión con las autoridades locales y de la región para devolverle la tranquilidad a cada rincón del Valle del Cauca, que se refleja. Su labor, sin embargo, no será suficiente mientras todo el engranaje del Estado –autoridad, Justicia, sistema carcelario- que se debe encargar de garantizar la seguridad en el departamento siga sin estar articulado como debe ser.