El rompimiento del cese al fuego entre el Gobierno y el denominado Estado Mayor Central de las Farc ha dejado al descubierto el panorama de terror al que vienen siendo sometidas, por ese grupo delincuencial, las comunidades indígenas del departamento del Cauca.
El asesinato de la líder Carmelina Yule, perpetrado por hombres de esa disidencia el pasado 16 de marzo, en zona rural de Toribío, Cauca, es solo el más reciente y doloroso capítulo de una larga y sangrienta historia. Como lo evidencia un reportaje publicado por El País en su edición de ayer, incluso mucho antes de que se sellara el Acuerdo de Paz con las Farc ya se venía incubando la violencia que hoy mantiene en vilo a esas comunidades ancestrales.
Porque las disidencias que se apartaron de ese pacto, lideradas por alias ‘Iván Mordisco’, no estaban dispuestas a ceder el control de una zona estratégica para su millonario negocio de narcotráfico y determinaron fortalecer su poder armado en buena parte del Suroccidente del país, especialmente en el Cauca.
Y ese es el trasfondo de las amenazas, el reclutamiento de menores, las desapariciones, los desplazamientos, los asesinatos y la violencia generalizada que ha venido golpeando a los habitantes de esa región del país. Muchos líderes y lideresas del pueblo Nasa han sido asesinados por defender su autonomía, proteger su territorio y evitar que sus hijos sean reclutados por las disidencias.
Lo que ha desatado la ira de los delincuentes del Estado Mayor Central es el control que la Guarda Indígena ejerce en las zonas rurales y que les impide el tránsito normal de marihuana, cocaína y precursores químicos por caminos y carreteras. Además, el decomiso de armamento, las acciones de la comunidad para proteger a niños y adolescentes en proceso de reclutamiento y la captura y juzgamiento de guerrilleros capturados en flagrancia.
En ese contexto, cabe destacar, la narrativa de muchos líderes indígenas ha venido cambiando. Como lo evidenció el reportaje de El País, hoy se reconoce abiertamente el enorme daño de haber permitido que vastas zonas del territorio indígena hubieran sido dedicadas en el pasado a cultivos ilícitos. Y se plantea la necesidad de una reflexión interna como parte de la solución al problema.
Allí, sin embargo, no está la raíz del asunto. No se puede señalar a los pueblos indígenas como causantes de su propia desgracia, cuando han debido pagar un alto costo en víctimas. Las múltiples formas de violencia que hoy desangran al vecino departamento del Cauca tienen un factor común: la probada incapacidad del Estado colombiano para llegar a los rincones más apartados del país e impedir que las economías ilegales sometan a los ciudadanos.
Los colombianos deben condenar, de forma contundente, la violencia desatada contra los indígenas del Cauca. Y el Gobierno está llamado a ajustar su errática política de Paz Total para frenar, de una vez por todas, el poder mafioso del Estado Mayor Central.