El destino de Alexei Navalny estuvo marcado desde el momento en que se convirtió en el más firme opositor de Vladimir Putin. Durante 20 años el activista luchó contra el que consideraba un régimen criminal y corrupto, que estaba haciendo de Rusia un Estado feudal. Ayer se conoció su deceso mientras pagaba condena en la ‘loba polar’, la cárcel más remota y dura de ese país, donde solo se envía a los criminales más peligrosos. La suya fue la historia de una muerte anunciada
La batalla que inició en 2008, cuando desde su blog comenzó a denunciar las malas prácticas en entidades del gobierno y a arremeter contra el partido de Putin, Rusia Unida, lo convirtió rápidamente en blanco del régimen. Fue perseguido, acusado él mismo por malversación de fondos y enviado a prisión en varias ocasiones por ese delito así como por liderar protestas.
El mundo lo conoció en 2020, cuando luego de desplomarse en un avión y quedar en coma, su esposa fue autorizada a trasladarlo a Alemania para recibir atención médica. Los exámenes arrojaron que había sido envenenado con un agente nervioso llamado Novichok, producido en Rusia y que ya había sido utilizado en ocasiones anteriores contra opositores o exespías del régimen. Era la cuarta vez que se intentaba exponerlo a sustancias tóxicas.
A su regreso al país, en 2021, Nalvany fue arrestado y condenado primero a nueve años de prisión por no presentarse esporádicamente a la Policía durante los meses que pasó en Alemania, tal como lo determinaba una sentencia suspendida en 2014. Otros 19 años se sumaron a esa pena tras ser enjuiciado por formar y financiar actividades extremistas. En diciembre fue trasladado a la ‘loba polar’, que rememora los gulag de Stalin, donde falleció el viernes, sin que aún las causas sean aclaradas.
La muerte de Navalny se convierte en la mayor debilidad de Putin, de por sí diezmado en su credibilidad tras la absurda invasión a Ucrania, en la que persiste cuando se cumplen dos años pese al costo político y económico que ha tenido para su él y para su país, así como por las muestras cada vez más evidentes de autoritarismo, propias de los regímenes dictatoriales. Si el mandatario ruso pretendía acallar a su rival número 1, ahora la oposición y el mundo tienen más que nunca sus ojos puestos en él.
Alexei Navalny es hoy el símbolo de la lucha contra la autocracia que gobierna en Rusia y del peligro que representa para el resto del planeta un personaje inexpugnable, frío, egocéntrico y aún poderoso como Vladimir Putin. Su muerte revela también el rostro más vil de un régimen capaz de llegar a extremos inadmisibles, para el que la dignidad humana no existe, con tal de obtener sus propósitos.
Además de condenar y exigir que se aclaren las circunstancias en las que sucedió su muerte cuando estaba bajo potestad del Estado, las democracias del mundo deben unirse para vigilar la que sin duda es una amenaza contra la libertad y la tranquilidad de la humanidad.