Según las más recientes estadísticas oficiales, en el 2023 los ingresos que Colombia recibe por concepto de remesas superaron, por primera vez en la historia, el umbral de los US$10.000 millones.
El año pasado, en efecto, los trabajadores colombianos que residen en el exterior enviaron al país US$10.091 millones. Una suma superior en 8,4% a los US$9.428 millones que habían enviado en 2022.
Y de ese total, unos US$2.620 millones -aproximadamente el 26%- llegaron a hogares del Valle del Cauca. Las remesas que entran al departamento crecieron en casi 8% frente al 2022, con lo cual nuestra región se consolidó como líder nacional de esos ingresos.
Para entender la dimensión y la importancia de esas cifras es preciso compararlas con otras. Las remesas fueron casi tres veces más grandes que lo que recibimos por exportación de café y también superaron el año pasado los ingresos por venta de carbón.
Pero más importante aún es comprender el enorme impacto que tienen en la economía colombiana y particularmente en la del Valle del Cauca. Los dineros que envían los colombianos residentes en el exterior juegan un papel crucial en las finanzas de millones de familias.
Con ellos se financian gastos básicos de alimentación, educación, vivienda, servicios públicos, salud y recreación. Gracias a ellos, muchos hogares han podido acceder a un techo propio o endeudarse para comprar su primer carro. También son el motor de miles de emprendimientos familiares y se usan, en otros casos, para financiar costosos tratamientos médicos.
De hecho, un estudio del Banco Mundial encontró que las remesas han ayudado a muchos hogares colombianos de escasos recursos a acceder a servicios financieros formales, servicios digitales y nuevas oportunidades laborales. Esa, sin embargo, es la cara positiva de un fenómeno que también cuestiona profundamente la capacidad de nuestra dirigencia política y económica.
Porque la gran mayoría de quienes envían esos dineros son compatriotas que un día no tuvieron más alternativa que irse. Unos acosados por la violencia, otros asfixiados por la falta de oportunidades y todos con un sentimiento de desesperanza, terminaron tomando el camino hacia el desarraigo y la nostalgia eterna por la tierra que los vio nacer.
Un fenómeno que se ha acrecentado en los últimos años y que ha generado una enorme fuga de talentos que podrían estar aportando aquí a la construcción de un mejor país. Resulta preocupante que hoy muchos jóvenes recién graduados de las universidades, o a poco tiempo de lograrlo, solo piensen en emigrar porque no avizoran un futuro promisorio en Colombia.
Razón de más para que les prestemos mayor atención a quienes desde el exterior sostienen, con su esfuerzo, una buena parte de nuestra economía. Sus testimonios y las muchas lecciones que han aprendido en el duro trance de construirse una nueva vida afuera pueden aportarnos tanto, o incluso más, que el dinero que nos envían.