Gabriel Boric, el presidente chileno, sufrió una nueva derrota en las urnas. Ahora será la derecha la que decida el futuro de la reforma a la Carta Política del país austral, luego de que ese sector obtuviera la votación más alta y asegurara el mayor número de delegados en el Consejo Constitucional, encargado de adelantar el proceso. Lo de Chile es el reflejo del descontento con un gobierno de izquierda que se ha desinflado en poco tiempo, situación que podría repetirse en otras latitudes.

Las protestas sociales del 2019, que paralizaron durante meses al país y en las que los jóvenes tuvieron un papel trascendental con el liderazgo estudiantil del propio Boric, catapultado entonces como candidato presidencial por el partido comunista y luego elegido como presidente, fueron el punto de partida para la reforma constitucional que hoy de nuevo llama la atención.

Para superar la situación, el entonces mandatario Sebastián Piñera decidió convocar a una asamblea constituyente que se encargara de remplazar la Carta aprobada en 1980, que llevó a la transición hacia la democracia al final de la dictadura de Augusto Pinochet. La decisión aprobada por las mayorías en 2020 se convirtió en una decepción cuando en septiembre del año pasado los chilenos rechazaron con un 61,8% de los votos el nuevo texto. Esa fue la razón para elegir un nuevo Consejo Constitucional el fin de semana que terminó, que arrojó como ganadora a la derecha.

Los resultados le dieron 22 de los 51 escaños al grupo político del excandidato presidencial José Antonio Kast, que sumados a los 11 de la derecha moderada, les entregan el poder decisorio. Serán los partidos que se han opuesto a la reforma de la Carta Magna los que definirán qué pasará con el texto que en la actualidad redacta un grupo de doce expertos, así como cuál será el documento final que se presentará de nuevo a consideración del electorado.

Por donde se analice, lo sucedido es una derrota directa para Gabriel Boric y refleja la decepción, el rechazo y el escepticismo incluso de quienes fueron sus electores. Además de su evidente inexperiencia, el joven mandatario ha vivido en carne propia, ya no como líder de las protestas, la dificultad de hacer los cambios drásticos que pedía una parte importante de la sociedad chilena, por lo que no le ha quedado otro camino que moderar sus posiciones y enfrentar al cada vez mayor número de detractores de su gestión.

Chile es el espejo en que el podrían verse gobiernos como el de Gustavo Petro, que llegaron al poder con las promesas de cambios extremos, en muchos casos difíciles, sino imposibles, de cumplir, entre otras razones por la fragilidad de unas coaliciones partidistas que no tienen la cohesión necesaria para defender las reformas en el Congreso, como se ha visto en las últimas semanas, y en otros por tratarse de propuestas que se abstraen de la realidad. Así como sucedió en la nación austral, en Colombia se empieza a sentir el desgaste político del Gobierno y la decepción de parte del electorado.

Para Chile, las consecuencias se reflejan en una menor estabilidad económica y en las expectativas de crecimiento a la baja, lo que genera más desconfianza e incertidumbre sobre su futuro. Un camino que ojalá Colombia no tenga que transitar.