Cali vivió otra jornada de terror por los vándalos que se disfrazan de hinchas y van a los estadios con un solo propósito: manchar lo que es considerado una fiesta.

Invasión al terreno de juego, lanzamiento de pólvora a la cancha, pero también contra los policías; intento de agredir especialmente a los jugadores rivales y generar caos, fue lo que hicieron unos hinchas que, un día antes del partido final de Copa Colombia ante Atlético Nacional, por presiones de muchos sectores, lograron que les levantara la sanción para ingresar pólvora, trapos y banderas al Pascual Guerrero.

Ir al estadio se volvió peligroso, y no solo en Cali, en todos los escenarios del país. Los desmanes del domingo no solo se presentaron dentro del sanfernandino; en las afueras, lo que se vivió parecía una guerra con agresiones a la Fuerza Pública, saqueo a los locales comerciales, destrozos a los vehículos que estaban estacionados cerca, y ataques a las residencias del sector.

Muchos padres de familia, que fueron con sus hijos menores de edad a vivir una fiesta y a disfrutar de un gran marco y colorido, al final tuvieron que buscar dónde esconderse para no ser blanco de los delincuentes. Cali no puede soportar más esta situación. Y la solución no es cerrando el estadio, y mucho menos sancionando el cemento, en este caso la tribuna sur que es el nido de los vándalos.

Se necesitan medidas drásticas, efectivas, castigos ejemplares para los responsables de la barbarie. Hay fotos y videos en los que se puede identificar a muchos de los protagonistas. Aquí hay mucha alcahuetería, empezando por los equipos que son los que suministran las boletas a estos delincuentes, muchas veces de manera gratuita y en otras ocasiones haciéndoles una generosa rebaja para que asistan todos al estadio.

Pero también hay negligencia de las autoridades que son las encargadas de garantizar la seguridad. Horas antes de los partidos, las barras-bravas llegan en buses y lo primero que hacen es pedir plata e intimidar a los conductores de carros que circulan por la Avenida Roosevelt, sin ninguna restricción.

Luego se reúnen cerca del Templete y allí, drogados o bajo el efecto del licor, acuerdan el plan a seguir. Aún así, sabiendo que no están en sus cabales, curiosamente pasan los controles y entran sin pudor al estadio. Pero antes de eso, hacen de policías pidiendo cédula o revisando a cuanto aficionado se encuentran en el camino, para ver si son seguidores del equipo rival. Esa situación se está presentando incluso dentro del estadio, como sucedió recientemente frente al Junior, aparentemente con el ‘patrocinio’ de personal de logística.

Pero la complicidad para este tema comienza uno o dos días antes del partido de turno, cuando se les permite ingresar y esconder en los baños y otras caletas toda clase de armas y de drogas.

Está en manos de las autoridades ponerle freno de una vez por todas a esta situación. No es sano mandar el mensaje de que unos vándalos están por encima de la autoridad. El fútbol ni la afición de bien se merecen esto. ¡No más!