ESCRITORES LATINOAMERICANOS
El chileno excéntrico, diálogo con el escritor Gonzalo Maier
Gonzalo Maier, uno de los escritores chilenos más originales de su generación, habla sobre su obra narrativa, caracterizada por los juegos formales y las digresiones ensayísticas.
Son los años 90, el belicoso y dictatorial siglo XX está acabando, nadie imagina lo que se vendrá en el siglo XXI. Pero antes de que todo cambie por completo, y como decía Chesterton, “todo siga igual”; en la Municipalidad de Punta Arenas (Chile), un viejo arquitecto de apellido Moraga, jubilado y viudo, tiene una misión trascendental que cumplir, una misión que nadie le ha encargado, que nadie necesita ni le importa.
Este hombre igual podría llamarse Alonso Quijano, porque ambos hacen parte de la misma familia quijotesca, salvo que Moraga no sale a "desfacer entuertos" por los caminos de la Mancha, sino que tiene un propósito más peculiar. Su misión es fugarse de la Chile postdictatorial y visitar la Rusia en decadencia comunista. Allí buscará, como en un duelo aplazado, a todos los ajedrecistas moscovitas que quieran enfrentarlo para reivindicarse consigo mismo, con ese yo soñador que se perdió en medio de obligaciones familiares y laborales, así tendrá una última anécdota heroica que contarle al fantasma de su amada.
Esa es la aventura de “fin de siècle” escrita por Gonzalo Maier en ‘Otra novelita rusa’ (2019), su más reciente libro, el séptimo de una serie de obras literarias caracterizadas por sus juegos formales entre narrativa y ensayo, entre lecturas que se convierten en paseos, y viajes sin moverse a los jardines vecinos. Allí están ‘Leyendo a Vila-Matas’ (2011), ‘Material rodante’ (2015), el extraordinario ‘Libro de los bolsillos’ (2016) y ‘Hay un mundo en otra parte’ (2018).
Este autor chileno nacido en 1981, cuyos libros circulan en preciosas y diminutas ediciones, se ha venido convirtiendo en uno de los miembros contemporáneos de esa familia de autores “raros”, como los llamó Rubén Darío, o “excéntricos” como los definió mejor Sergio Pitol, escritores y escritoras que en la literatura latinoamericana son realmente escasos: Augusto Monterroso, César Aira, Mario Bellatin, Margo Glantz, Alberto Laiseca, Mario Levrero, Sergio Pitol y alguno más. De esa excentricidad literaria y los recursos que emplea en su obra, habla el chileno que estuvo como invitado a la pasada Feria Internacional del Libro de Cali, en su edición virtual.
¿Cómo ha pasado el tiempo de aislamiento por la pandemia?
En la casa: trabajando, leyendo, haciendo clases, resignándome. Es un poco lo de siempre –nunca he salido mucho–, pero esta vez con una épica apocalíptica que lo vuelve todo muy raro.
¿Qué atractivo que encuentra en mezclar géneros literarios en su obra?
En la pureza sólo hay fascismo. O una fantasía que lleva al fascismo. Mezclar géneros es una forma de realismo y rebelión, en el sentido en que la realidad toma muchas formas simultáneas y contradictorias y no es necesario quedarse con una. Pelearse con los géneros, creo, es aceptar el mestizaje como una estética. Por otro lado, ese es el único camino que tengo para escribir lo que me gustaría escribir, que no siempre se parece a lo que escribo, claro.
En esa constante pelea con los géneros, ¿cómo sabe si una idea es buena para un ensayo o un relato?
Me gustaría saberlo, pero no sé cómo hacerlo. Sólo hay ideas que a veces se vuelven insistentes, así como esos borrachos que no se quieren ir a acostar, y no queda más que ponerlas por escrito antes de pasar a otra cosa.
Su primera novela es un homenaje a Enrique Vila-Matas ¿cómo entró en contacto con la obra de este autor español?
Imagino que fue por Roberto Bolaño, que cumplió la función de una brújula o de un señalador para muchos lectores jóvenes. “Por acá, sí; por acá, no”, parecía decir en cada una de sus entrevistas, y nosotros íbamos anotando nombres para armar un canon.
No sé si soy el indicado para comentar o recomendar libros de Vila-Matas –preferiría no hacerlo, de hecho–, pero recomendaría ‘El Viaje vertical’. En realidad, ya no recuerdo detalles, pero sí que lo pasé muy bien leyéndolo, en cama y con fiebre. Era sobre un tipo que perdía su vida antigua y salía a buscar una nueva, creo. Un argumento irresistible.
¿Cuáles son los otros autores que lo han influido en su estilo literario?
Si pienso en estilo, creo que me han influido muchas cosas, muchísimas, y no se limitan sólo a los libros: los discos de Misha Mengelberg, las películas de Raúl Ruiz, algunas caminatas largas y nocturnas junto a amigos, aprender a tocar la tuba, los poemas de Cecilia Pavón, los partidos buenos y malos de Charles Aranguiz, muchos poemas de Lihn o de Szymborska, alguna performance de Beuys o de Carlos Leppe.
¿Considera que la suya es una obra excéntrica?
No sé si mis libros dan para eso, pero la de los excéntricos es una familia en la que me sentiría muy a gusto. Ya imagino las sobremesas o los discursos fúnebres…
¿Por qué prefiere publicar en libros pequeños?
Creo que hay una trampa en la pregunta: no es que lo prefiera ni que lo elija –no es algo programado, quiero decir–, sencillamente lo que escribo es breve. Me encantaría, sin embargo, escribir un libro larguísimo, con miles de páginas, de muchos tomos, incluso. Lo haría un poco por llevar la contra y otro poco para saber qué hay detrás de eso, pero hasta el momento con los textos breves me basta y me sobra.
¿Cómo surgió la idea de escribir ‘El libro de los bolsillos’? ¿Qué historia sobre los bolsillos le quedó faltando?
No sé cómo nacen los libros. Son procesos lentos y caprichosos, supongo que median entre el libro que uno quisiera leer y el libro que uno quisiera escribir. Y de esa negociación aparece algo, que suele estar muy por debajo de lo que se espera. Y no, no le pondría nada más a ‘El libro de los bolsillos’, aunque ahora que lo preguntas quizá sí.
¿No le parece que algunos escritores no piensan en géneros propiamente dichos, sino en el libro como el género mayor?
El libro como un género, sí. Puede que a veces no se escriban novelas ni cuentos ni ensayos, sino libros a secas. Hace unos años, en Barcelona y con el crítico Carles Acevedo, hicimos una mesa redonda que se llamaba «Leer libros como si se tratase, precisamente, de libros». Fue un fracaso porque a los dos nos gusta la improvisación y no tenemos el talento de Evan Parker, pero creo que la idea era buena y que apuntaba a esto mismo: a la posibilidad de leer fuera de los géneros, de usar un mismo umbral de expectativas para cualquier texto. El próximo año, si hay una vacuna y ganas, repetiremos la mesa redonda.
Una característica de su obra son las digresiones, ¿cómo descubrió este recurso literario?
Son estrategias que van tomando sentido de a poco, con el tiempo, de un modo imperceptible. Lo que sí recuerdo fue la lectura del Tristram Shandy, de Sterne, en la traducción de Javier Marías. Con ese libro lo pasé muy bien y aprendí, creo, que eso era importante: pasarlo bien. La digresión efectivamente no tiene sólo una función retórica, sino que es una estética y hasta una ética. Es cosa de preguntarle a Proust. O a Raúl Ruiz.
Para usted, ¿cuáles son las condiciones que debe cumplir un ensayo literario?
No lo sé, no tengo cómo saberlo. Los ensayos son caminos que comienzan en un punto más o menos determinado y luego se pierden de mil modos distintos. En ese camino está el ensayo, precisamente. Tener recetas para escribir ensayos es un absurdo parecido a tener un mapa para perderse.
Tengo entendido que vivió durante algunos años en Holanda y basó su novela ‘Material rodante’ en esa experiencia…
‘Material rodante’ es un libro sobre ir al trabajo. No es nada romántico, quiero decir. Durante varios años viví en Bélgica y trabajaba en Holanda, y ese recorrido laboral repetido hasta el hartazgo es el que aparece en el libro.
Me interesa profundizar un poco sobre su concepto particular de la forma literaria, sobre todo por los juegos formales y el mestizaje literario, ¿por qué su preferencia por escribir con formas discontinuas, por las tramas narrativas no lineales, por la hipertextualidad?
Supongo que para esta pregunta hay respuestas muy pesadas que van desde las estrategias de la postmodernidad hasta la fascinación benjamineana por el fragmento, pero la única respuesta sincera, al menos hoy, es que lo paso bien con la libertad que entrega ese mundo despreocupado de los géneros. Claro que para que la libertad sea más o menos verdadera hay que tener también la libertad de abandonarlo todo y aterrizar cualquier día en medio de una novela de género.
Sus personajes son quijotescos, como Moraga de ‘Otra novelita rusa’ en su propósito de ir a Moscú en los 90 y pretender derrotar a los ajedrecistas rusos…
Sí, claro, es una quijotada postdictatorial. Es la historia de un tipo que viaja desde el sur del mundo a vencer a los ajedrecistas rusos en una comedia absurda y extemporánea. Una alegoría también sobre el hecho de poder escoger la comunidad a la que se pertenece y, sobre todo, de los discursos exitistas de la transición chilena.