El pais
SUSCRÍBETE
Los relatos reunidos en ‘Cuentos secretos’ de Aurora Venturini, abarcan gran parte de la historia literaria y personal de una de las escritoras más excéntricas de la literatura argentina. Entornos familiares enfermos y disfuncionales; personajes feroces y monstruosos; historias de soledad y sufrimiento; sexo y erotismo se condensan en estas ficciones. Con una voz disonante e incisiva, la escritora incorpora cultismos, anacronismos y jerga popular y se inventa un idioma propio y sin reglas como solo ella supo hacerlo. Una prueba de su maestría narrativa es el cuento ‘Jovita, la osa’, incluido en el volumen y que compartimos aquí. | Foto: Foto: Nora Lezano

CUENTO

'Jovita, la osa': un cuento de Aurora Venturini

Los relatos reunidos en ‘Cuentos secretos’ de Aurora Venturini, abarcan gran parte de la historia literaria y personal de una de las escritoras más excéntricas de la literatura argentina. Entornos familiares enfermos y disfuncionales; personajes feroces y monstruosos; historias de soledad y sufrimiento; sexo y erotismo se condensan en estas ficciones.

13 de noviembre de 2022 Por:  Aurora Venturini, especial para Gaceta

Mala época es la infancia. De no ser por Jovita no lo mentaría.

«Esta chica es negra como los hijos de los gitanos», decía refiriéndose a mí la gente de la casa.

Peinaba entonces dos trencitas delgadas que ataba con tiritas en las puntas, vestía de cualquier manera, con una pollera roja, una blusa amarilla; me veo en verano, en introspección, aunque veo a veces los pedazos de hielo que rompía con el pie descalzo en el zanjón helado.

«Miren, a la gitana negra le molestan los zapatos». Oía a la gente de la casa decir entre otras cosas: «Es flaca como las cañas porque no come, rabia solamente como los hijos de los gitanos».

Cuando llegaban tíos de la ciudad me ocultaba bajo la cama. Especialmente cuando tía Cutícula venía con sus uñas terribles y dedicaba horas al sol en el patio arreglándose la cutícula de los dedos, los bordes o márgenes del ungulado animal raro que era. Seguía el vaivén de la limita, del alicate y el baño de acetona. Cutícula me odió particularmente.

«Boba, ¿qué me mirás?».
Le grito: «¡Gallina, gallina vieja del gallinero!...».

La gente de la casa surgía de los despeñaderos o subían desde los abismos, las garras prontas, pero yo huía ocupando mi sitio bajo el lecho de madera.

«Salí de ahí, salvaje».

A mi vez yo hacía garritas y asomaba dientes de lobizona, dos hileras perfectas, cerradura de marfil peligrosa.

Las mujeres de la casa esgrimían escobas y cepillos y los introducían en el escondrijo para obligarme a emerger a la superficie del mundo. Cuando los adminículos domésticos no asolaban mi persona, las mujeres apreciaban horrendos deterioros de escoba sin paja y cepillo enclenque. Iban a disculparse con Cutícula que estilizaba su último dedote.

Al azotar la canícula, ellos sesteaban y yo me dirigía al gallinero donde las aves del corral me aguardaban —puedo conversar con los animales y aún conservo ese poder—. Vivía en el gallinero la verdadera Cutícula, anciana gallina, cuyas uñas idénticas a las de mi tía valieron a esta el mote; pero Cutícula emplumada atesoró un corazoncito bueno como el aire matutino cuando las uvas transparentan licor.

«Mi vida peligra; cortarán mi cuello, cocinarán mi carne en puchero y beberán caldo ámbar y gordo… ¿qué es morir? ¿Duele morir de un tajo en la garganta?».
«No», contesté, «tal vez sea peor morir a largo plazo».
«Niña, vos sufrís, desahógate conmigo».

Cutícula emplumada descendía de nobles gallináceas peninsulares de Hispania y yo lloré enseguida porque la ternura me sensibiliza.

Me horrorizaba pensar en la carne de mi gallinita generosa nutriendo a la jamona vieja y eso espantaba más que la muerte en sí, más temprano o más tarde todos nos moriremos; qué horror la imagen imaginada de la asquerosa vieja mordiendo el muslo del animalito y bebiendo carne de oro con arroz y con queso.

«Hagan huelga de hambre como Hansel y Gretel, y cuando la bruja ordene que le muestren el dedito carnoso palpará un hueso y pospondrá el festín».
No aceptaron.

No almorzaba con la gente de la casa, pues me avergonzaron en ocasiones cuando me huía la naranja del cuchillo y el tenedor, cuando no podía comer el pavo con cubiertos, diciendo: «Miren a la boba, es una salvaje inútil».

Con uvas, higos, manzanas y granadas satisfacía mis hambrunas y a orilla del laguito bebía espejando mi estampa morena y fina. Las ranas verdes cantaron: «Nena morena y aguileña, puro ojos, ¿por qué tenés sucias las rodillas?».

«Porque me gusta caminar en cuatro patas y no me lavo a propósito para enojarlos».
«Te vas a morir, negra, si no comés… Mejor, así no molestará, negra de los gitanos».

Una mañana escuché los lamentos, luego el silencio rojioscuro de coágulo, denso terciopelo carmesí; vi la cacerola ardiente, las queridas patitas de mi Cutícula tiradas en el piso de la cocina y una mariposa que se fue por el ventiluz, su alma errante.

Devoró la maldita vieja los dos muslitos agarrándolos con sus dedotes, pintó bigotones grasos en el labio superior la muy boba; engulló la vil bruja, tragó interminables rías de caldo por su garguero, cubierto de golilla para ocultar arrugas. Sepulté las plumas y las patitas y coloqué una corona de flor de ángel en la tumba del poquito que salvé de mi amiga devorada por el dragón.

Desde debajo de la cama oí los carromatos que avanzaban por la calle de tierra, sobre el polvo ocre del suburbio; cantos de ruedas y voces. ¡Los gitanos...! y divisé a Jovita aunque aún no sabía su nombre. Nadie en el contorno. Yo espié. Alegué a la puerta y la gitana de cuerpo territorial me llamó: «Vente con nosotros, churumbela, tú eres de los nuestros».

Salté al carro de la gitana tetona donde viajaban chicas como yo, flacas y con trencitas, y chicos de rodillas sucias.

«¿Adónde van?».
«Ahí nomás acampamos».
«Qué pena…».

La gente de la casa no tardará en encontrarme. Desembalaron en los terrenos atando lazos y sogas, desplegando carpas y tendieron colchones de sedosas plumas de pájaros viajeros, pájaros zíngaros de los aires libres; los hombres conversaron con los caballos y con los perros poniendo boca en oreja «Turulú-lu-lú», y los caballos andaban sin brida, también hablaron con los perros y con Jovita.

En familia almorcé envolturas de hojas de parra, higos chumbos de chumberas españolas, vianda al espiedo ensartada en varilla ardiente, sin quemarme, sin que nadie dijera que era una boba inútil.

A la noche dormí sumergida en el agujero de colchoneta, tocando los pies de otra chica negra con trencitas.

Los grillos salmodiaban y el perfume mareante del verano veló el silvestre sueño; emergía al alba.

Jovita, la osa, aún dormitaba cubriéndose los ojos con las manos, cuyas uñas recordaron las de mi buena Cutícula.

Al descubrir mi presencia, se sentó pancita arriba, una pancita amarilla de dulce peluchín o plumón en el cuero de la señorona y empezamos a charlar.

«Todavía tenés sueño, nena».

Me acerqué tocando el fieltro, el terciopelo, la luz cálida.
Dormí hasta el mediodía en el colchón del vientre de Jovita, osa cancionera, que moduló mi arrorró. Al despertar, había dos soles rojos que me auscultaban y eran los ojillos amorosos de Jovita.

Descarga la APP ElPaís.com.co:
Semana Noticias Google PlaySemana Noticias Apple Store

Regístrate gratis a nuestro boletín de noticias

Recibe todos los días en tu correo electrónico contenido relevante para iniciar la jornada. ¡Hazlo ahora y mantente al día con la mejor información digital!

AHORA EN Gaceta