POESÍA
'Mulieribus' o de las mujeres ilustres, poemas de Juan Manuel Roca
Selección poética del nuevo libro de Juan Manuel Roca publiicado por Sílaba Editores.
Posible encuentro de Louise Michel y Jean Arthur Rimbaud en la Comuna
Es posible que el encuentro entre Louise Michel y Jean Arthur Rimbaud se haya dado en un umbral de la Comuna. Si la historia no lo permitió, merece ser de nuevo escrita. Digamos que ocurrió de la siguiente manera: Louise Michel, la impaciente anarquista, tropezó con un
hombre que huía del futuro, de una comarca salvaje que acostumbraba visitar tras las fronteras movedizas de su infancia.
Ella venía del exilio
desplegando una bandera
en un palo de escoba,
una bandera negra
en recuerdo de sus muertos.
Dicen que la escoba la heredó de una vieja hechicera y que la usó en los estrados para barrer vestigios de la oscura noche medieval.
El poeta conservaba su sombra intacta, aún tenía las dos piernas tragaleguas y un paladar que seguía encontrando amarga la belleza. Venía cargado de frutos robados al viejo guardián del Paraíso. Los dos intercambiaron recetas contra el hambre y los exilios, la impaciencia y el presidio. Sus palabras obedecían a sus gestos, arropados bajo el sol negro y rojo de las barricadas.
Ella venía del exilio
desplegando una bandera
en un palo de escoba,
una bandera negra
en recuerdo de sus muertos.
Louise Michel defendió a las prostitutas en la cárcel, mujeres de lengua suelta y corpiños apretados que para Rimbaud eran la higiene de la raza. Un posadero llamado Fourier les sirvió una sopa espesa, humeante como las calles de París: “Buen apetito”, susurró el posadero, “el futuro está perdido”.
La marquesina apagada
(Un 4 de octubre de 1970)
La risita de bruja de Janis Joplin
resuena en un hotel de mierda
bajo una luna adictiva
y un largo comercio de abismos.
Nacer en un pueblo tejano
ajeno al blues y a las voces salvajes
podría haberla señalado como estrella
en un coro de cuáqueros.
Un pueblo así no imprime siquiera
un pase de cortesía en la leyenda.
Todo muy correcto,
como la muerte vestida
de vendedora de seguros,
como las damas del ejército de salvación
sirviendo en tazones de peltre
un ponche de olvidos.
Ahora se apaga su risita de bruja,
su voz descarriada
que encontró en el blues
la fuga del viento, la partitura del relámpago.
La muerte, más activista que su banda,
la busca en la tierra prometida,
una tierra que cambia de sitio
al momento cuando ella apenas llega.
Una provisión de espejismos
marca sus brazos
con agujas que no tejen su regreso.
Es como si la embaucadora
que se finge una heroína
dijera entre dientes: apaguen luces,
quiebren la noche.
Visita mítica de Karl Marx a Bettina Brentano
Era un año más de la opresión: 1842
y la dulce mujer que se sentía fuera de todo orden,
a quien tanto aburría la historia
pues afirmaba que el pasado
no podía atraerla mucho tiempo,
un día recibió la visita de un hombre
que era algo así como el cambia-agujas
de la estación de trenes de la historia.
El joven Marx le hablaría
con la voz de quien visita un nuevo día
y Bettina Brentano
de su odio por la opresión de Prusia
y de su amor por el sueño. Quiero imaginar
que le haya repetido al joven Marx
una imagen que aún me ronda,
una imagen que me llega desde su estirpe
romántica: “Se dice con frecuencia
que Dios no puede hacer que lo que es,
deje de ser: el sueño prueba lo contrario”.
Monólogo de la abadesa
Solo temo vivir en un vacío de Dios.
Arropado en negros andrajos
se aparece el enemigo. A veces
viste de fraile mi acechante demonio
y Dios me consuela con hablas interiores.
El habla de Dios es una espada mística:
entrambos edificamos el silencio.
¿Mi nombre? Sor Francisca Josefa de Castillo.
¿Mi ciudad? Tunja, villorrio suspendido
en el aire del siglo XVII,
un puñado de casas tiradas en lo verde
como cantos rodados de la cima de Dios.
Vuelan lentas sobre mí unas nubes de plomo
pero veo todo el cielo en un clavel.
En mi celda pende un espejo de lágrimas
aunque el habla de mi amante
destile miel entre rosas y lirios.
Rueda de navajas, peines ardiendo son mis días.
Mucho tiempo ha estado mi alma en destierro
traspasada por tempestades de saetas.
Mi temor es como el pájaro
que queriendo apagar su nido en llamas
bate sobre él las alas que avivan el fuego.
Mi temor es vivir en la ausencia de Dios.
Helen Keller
Estos son
los rincones
de una casa
donde llevabas
a pasear el tacto.
Este es un mundo
de roces,
de cartas de amor
que prolongan
las manos.
Esta es la lluvia
que oficia
en los tejados
una taquigrafía
sin habla.
El olfato
es un ángel caído,
un cansado lazarillo
que yace
entre las flores.
Qué tibio
se desliza
tu tacto
en el lomo
de un caballo.
La noche
preguntaba
por tus manos
y tres veces
tocaba a tu ventana.
Paisaje del desencanto
Para María Mercedes Carranza
Al asomarse a la ventana
encuentra que se robaron el paisaje.
Mira el techo de la alcoba
y en vez de la lámpara de lágrimas
el cielo filtra la luz que agoniza.
Se asoma al espejo y ve caer
la estrella rota de la melancolía.
Divisa una casa en ruinas,
un país de cielos abolidos
y gentes que guardan en cajas de cartón
un pedazo azul de lejanía.
La soledad,
que es estar en los ojos de ninguno,
termina por fraguar su negro muro.
Un oculto inquilino
le sirve el té en un salón de mascarones.
Sin paisaje, sin ojos en sus ojos,
niña en un tren sin regreso,
se ve despidiendo amigos
envueltos en el cedro del olvido.
Busca entonces
la puerta de emergencia,
la abre y cierra como una flor marchita.
Antiodisea
Esta soy, Penélope, la insumisa
que se niega a destejer lo ya tejido,
una mujer sola
que peina en la noche sus cabellos.
En el oleaje de mi negra cabellera
siento que Ulises se aleja, se aleja sin remedio.
No vuelvas, viejo impostor,
no regreses a Ítaca,
a la derruida casa donde tu hijo
y tu perro, tu arco y tu mujer
se fatigan de esperas y vigilias.
Quédate a orillas del lecho de Calipso,
Rey de la Nada. Quédate engullendo lotos,
habitando el olvido.