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Nidia Calderón, una de las tres mujeres que cocinan en el comedor comunitario de Petecuy II.

GENTE CON TALENTO

El amor: la mejor receta

Capacitadas a través de cursos ofrecidos por la Secretaría de Bienestar Social de la Alcaldía de Cali por medio del programa Alimentando Sonrisas, las mujeres potencian sus destrezas en la preparación de alimentos para servirle, literalmente, a la ciudad.

5 de noviembre de 2019 Por: Redacción de El País

Una nueva oportunidad

Hace dos meses que la vida de Nidia Calderón es otra. Antes vivía en la calle, del rebusque y la caridad, sola con sus dos hijas (de 2 y 9 años), desplazados desde el Caquetá por el conflicto armado.

Pero todo cambió al encontrarse con el comedor comunitario de Petecuy II, en el nororiente de Cali, a donde primero llegó en busca de atención y comida para ella y sus pequeñas, y donde terminó hallando una nueva oportunidad para salir adelante, trabajando como auxiliar de cocina.

“Las auxiliares que trabajamos acá no teníamos mucho conocimiento sobre la manipulación de alimentos, pero gracias a los cursos que nos ofrecen la Alcaldía y la Arquidócesis de Cali, hemos aprendido mucho. Ya manejamos buenas prácticas de manipulación y también hemos recibido cursos sobre cómo administrar el dinero de mejor manera, capacitaciones en el tema nutricional y sobre las cantidades en los alimentos”, cuenta Nidia, de 27 años.

Desde las 9:30 a.m. hasta pasado el mediodía, más de 150 personas acuden diariamente al comedor de Petecuy II, donde Nidia y sus compañeras cocinan para niños, niñas, adultos mayores, personas en situación de discapacidad, habitantes de calle e incluso ciudadanos venezolanos.

“Trabajar acá es algo muy satisfactorio porque yo viví en la calle y no tuve nada para comer, entonces preparar los alimentos para estas personas que sé que lo necesitan, que no tienen de dónde sacar dinero, se siente muy bonito”, dice.

Los alimentos y el menaje del comedor los aportan la Alcaldía y la Arquidiócesis, para que las raciones sean gratuitas. Los comensales, sin embargo -quienes puedan-, aportan un valor simbólico por su almuerzo. Puede ser una simple moneda.

“Yo siempre he tenido el sueño desde niña de tener mi propio restaurante. Uno no cuenta con la plata ni los conocimientos, pero ahora que acá he recibido cursos sobre temas empresariales, me miro en el futuro con mi negocio. Me veo vendiendo afuera de mi casa: arepas rellenas, empanadas, avena, todo eso… Ya tengo conocimiento sobre el manejo administrativo, así que me miro, con mi propia venta de comida”, proyecta Nidia.

Sembrando con amor

La forma que encontró Martha Lucía García para vencer el dolor que le causó la muerte de su nieto Stiven fue dedicarse a servir. Y lo hizo como mejor ha sabido hacerlo: a través de la cocina. De esa forma nació hace ocho años el comedor comunitario 'Semillas de amor en cosecha', en una esquina del barrio Charco Azul donde antes funcionaba una iglesia cristiana. Ahora, en cambio, ‘el negocio’ allí es la real multiplicación de los panes, porque con muy poco, 170 personas muy necesitadas del barrio, reciben diariamente su almuerzo.

“El historial de Charco Azul nos ha dado mucha mala fama, pero hoy en día estamos en paz y estamos contentos. Tenemos el comedor, empezamos con 25 niños y, desde hace tres años, con la ayuda de la Alcaldía y la Arquidiócesis, tenemos un almuerzo caliente para el que venga: niños, venezolanos, habitantes de la calle, adultos mayores. Siempre tenemos las puertas abiertas al mediodía”, cuenta Martha con orgullo.

Dos veces al mes asiste a capacitaciones ofrecidas por la Arquidiócesis, o la Secretaría de Bienestar Social de la Alcaldía. Y con esos ciclos de formación, cae en cuenta, ha podido llevar mejor las cuentas y el manejo del comedor.

“Dentro de las capacitaciones que hemos recibido durante estos tres años, lo que más ha impactado son las relacionadas con la psicología. He aprendido a entender a la gente y cómo llegarles. Nos enseñan a pensar con la razón y no con el corazón, porque uno se regala para la comunidad, pero también hay que entender que hay que educar a la comunidad para que aporte de vuelta, a este lugar y al barrio”, reflexiona.
Martha Lucía es chocoana, tiene 64 años y fue una de las primeras pobladoras de Charco Azul, cuando era un asentamiento con 15 casas de latón. Por eso entiende desde su raíz la importancia del comedor comunitario. Por eso sueña poder aportarle más: “Mi sueño es echar plancha y hacer una sala-cuna arriba. Yo sé que Dios me va a ayudar para atender a los niños de primera infancia, para que las mamitas se puedan ir a trabajar y sus bebés queden bien cuidados”.

“Antes de todo esto, pasé un año interna en el psiquiátrico y otro en terapia externa. El comedor es mi motor, el servicio y el agradecimiento de la gente. Me motiva saber que debo abrir de lunes a viernes, porque la gente necesita este servicio. ¡Ojalá pudiéramos abrir los fines de semana!”, dice Martha.

‘Locas’ que sueñan en grande

María Estela Asprilla, Lucero Méndez y Yorleiny Beltrán tienen varias cosas en común: son madres cabeza de hogar, desde hace más de diez años llegaron desplazadas de otros departamentos para vivir en el sector de Las Palmas, y las tres fueron voluntarias en distintos comedores comunitarios de la zona.

También las tres son gestoras sociales y liderezas respetadas, pues replican en su comunidad todo lo que organizaciones como Reckitt Benckise, Save The Children, Comfenalco, la Arquidiócesis de Cali y la Alcaldía de Cali les han enseñado en los últimos años.

“Cocinábamos de 7:00 a.m. a 1:00 p.m., y en la tarde dábamos talleres de prevención de consumo, crianza positiva, autoestima, nutrición, autocuidado, prevención de abuso, derechos de la niñez y nos capacitábamos como agentes comunitarias en salud. En la medida en que nosotros recibíamos las capacitaciones, se las replicábamos a los padres y la gente del barrio”, recuerda Lucero.

Sus historias de vida las unen, y también sus sueños. Después de luchar por construir sus casas, por reconstruir la vida en la zona alta de la comuna 18, después de luchar con sus propias manos para ayudar a sus vecinos en los comedores, ahora las une la locura, dicen.

Hace seis meses, las tres juntas crearon 'Arepas Locas', un emprendimiento con el sello de su perseverancia, de su espontaneidad, de su resiliencia: “Tenemos aliñada, rellena de queso y las de colores, que son con espinaca y con pimentón. Son las 'Arepas locas' por eso, porque son de colores. También tenemos refrigerios sobre pedido con carne o pollo”, cuenta Lucero, quien hace las veces de representante de ventas, recorriendo la ciudad con un maletín lleno de productos empacados para comercializar en la calle.

Hacer empresa no ha sido fácil. El punto de fábrica funciona en una pequeña casa de ladrillo limpio levantada en un risco, donde tienen un molino industrial mediano, una cocina y un horno que les ha dejado algunas cicatrices. “Aprendimos a los quemones. Yo me quemé todo el lado derecho. Hasta las pestañas me las quemé”, recuerda Lucero.
Pero ellas siguen ahí, de pie, guerreras. “La esperanza es que esto crezca, para seguir trabajando y sacar nuestras familias adelante”, enfatiza María Estela.

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