El antifaz del escribano
Polémico y levantisco aquel personaje; y contradictor abierto y desafiante, que llegó a escribir ‘El bazar de los idiotas’ y ‘Cóndores no entierran todos los días’. Y muchísimas más.
Un amigo llamado Jairo Ramos Acevedo, tulueño de cepa profunda y soñador del viejo pasado, fuera de ser un abogado de títulos y timbres sonantes, asumió ante sí la función de escribidor de lo que ha ocurrido en gran parte de ese pretérito largo de torticeros entuertos, en esa ciudad del centro del Valle del Cauca llamada San Bartolomé de Tuluá, urbe con la que casi todos tenemos un ligamen histórico de reminiscencias familiares y afectivas.
Una primera obra de Ramos recoge con el título de ‘Agonía de un adolescente’ aquellas historias, aparentemente ficticias y patéticas, que han dado lugar a que los escritores que de allá salieron consiguieran el triunfo del palmarés y del renombre. Enrique Uribe White, Oscar Londoño Pineda, Fernán Muñoz Jiménez, Carlos Ochoa y Gustavo Álvarez Gardeazábal, para no citar sino unos pocos.
Ramos Acevedo ha escrito como novelas con nombres ficticios aquellos viejos sucesos en un estilo ameno, simpático, bien redactado y hasta poético, despertando el interés absorbente por la ficción, en relatos tendidos que sí son reales. Es el novelista con su carga a veces sobrecogedora, en medio de frases a las que no escapa el manejo de un idioma atrayente, que despierta la agónica expectativa del lector.
“Desde ese día aciago, -escribe en un párrafo- las gentes de San Bartolomé de Tuluá han vuelto a comprender que no pueden apartar de los recuerdos aquellas largas horas de pesadumbre que han tenido que vivir. Esas vicisitudes no se podían dejar al vaivén del olvido; además, estaban empecinados en acabar para siempre con esa lucha fratricida, puesto que sus ideales de paz, solidaridad y fraternidad, eran lemas impostergables. Además, habían tenido que enfrentarse a un destino estereotipado de innumerables cruces sin nombre, clavadas en el Cementerio Central, como testimonio de sus desgracias”.
Es la caída de Rojas Pinilla y la tragedia de una juventud en lucha por la libertad.
La segunda obra, de reciente salida y aun caliente en las librerías, es la que denominó con gracia romántica ‘El antifaz del escribano’, en que hace un recorrido amplio y documentado sobre lo que fueron las luchas estudiantiles y sociales de los años sesenta, borrascosas y duras, que igualmente desataron una lucha generacional que se extendió al campo de la literatura.
En ellas se proyecta un personaje llamado Gustavo Altamira Garmendia que se vuelve literato y escritor, y cuya vida novelesca se remonta a los idílicos amores de sus padres, don Evergildo Altamira Restrepo y doña María Garmendia Cruz, el primero proveniente de aquella Antioquia saltarina y quien, a golpes de trabajo, consiguió una fortuna dentro de la cual estaba una hacienda a orillas del Cauca, llamada El Force.
Polémico y levantisco aquel personaje; y contradictor abierto y desafiante, que llegó a escribir ‘El bazar de los idiotas’ y ‘Cóndores no entierran todos los días’. Y muchísimas más. Aun no ha terminado y continúa su parábola polémica e inacabable, aunque hoy todos lo queremos como un símbolo viviente de la rebeldía contestataria que es un surtidor inagotable de ideas y posiciones encontradas. Ese, por supuesto, aunque en la obra sea de mentiras otro personaje, es Gustavo Álvarez Gardeazábal, de pies sobre su propio pedestal. Y vive por cierto en El Force, entre perfumadas orquídeas y una llanura verde y plácida cerca al río.
La obra de Ramos, sin lugar a dudas, es buena, aunque parezca una ficción y tenga por contraseña un antifaz.