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Antonio Caballero

El rigor ético y estético de su prosa le dio consistencia y legitimidad a su decisión política: la de ejercer la crítica de la vida política y cultural del país...

15 de septiembre de 2022 Por: Carlos Jiménez

Hace un año murió mi amigo Antonio Caballero y la ocasión es buena para dolernos de nuevo por su partida y para rendirle homenaje recordando su extraordinario aporte al periodismo, la literatura y desde luego, a la cultura política de este país.

Una tarea que, dado el tamaño de su obra polifacética, no puede satisfacerse cabalmente en la brevedad de esta columna, por lo que me limitaré a un par de comentarios centrados en su labor periodística que, desgraciadamente, deja por fuera tanto su faceta de insobornable humorista gráfico como la de novelista con una única y sin embargo portentosa novela: ‘Sin remedio’.

Su periodismo estuvo definido, en primer lugar, por la claridad apolínea de su prosa, una calidad estética que era también ética, porque para él la infatigable búsqueda stendhaliana de ‘le mot just’, de la palabra justa, obedecía al deseo de decir siempre, de la manera más clara y precisa, lo que pensaba del asunto que en cada caso le ocupaba.

Sin ambages, ambigüedades o medias tintas, sin entregarse nunca a los juegos de pirotecnia verbal con los que tantos ocultan sus verdaderas intenciones o tergiversan la verdad de los hechos. Porque Caballero sí que creía en la existencia de los hechos y en la obligación de todo periodista de dar cuenta de ellos o de construir sus análisis y sus comentarios a partir de ellos y contando siempre con ellos. Podría decirse, parafraseando a Adolf Loos, que para él la ornamentación era un delito.

El rigor ético y estético de su prosa le dio consistencia y legitimidad a su decisión política: la de ejercer la crítica de la vida política y cultural del país desde la completa independencia con respecto a los poderes establecidos y a los partidos políticos existentes. Decisión congruente además con su individualismo ‘tout court’ y la voluntad de apartarse y establecer con respecto a la sociedad la distancia que permite el ejercicio de la crítica libre de las ataduras y las servidumbres que la vida en sociedad comporta necesariamente.

Esta distancia, que Antonio resolvía en términos de personalidad conjugando la altanería con la timidez, podría considerarse un lujo aristocrático que no podríamos permitirnos el común de los mortales. Y no faltó quien lo dijera.

Pero esta lectura de su intransigente independencia omite el invaluable servicio que le prestó a una escena política como la nuestra dominada por el eufemismo, el travestismo y el engaño.

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